Cuando Giacomo Puccini estudiaba en Milán, a finales del XIX, decidió que algún día se embarcaría en la creación de una ópera que estuviese a la altura de sus vivencias adolescentes; que fuese capaz de transmitir, en una sola pieza, la grandeza y la penuria, el mérito relativo y el sufrimiento total de quienes, en un gesto de rebeldía, habían resuelto abandonar la placidez de sus hogares acomodados y emprender la aventura ignota de entregarse al arte, sin condicionantes creativos ni dogmas burgueses.