El Parque Nacional Marítimo-Terrestre del Archipiélago de Cabrera, al sur de Mallorca, está considerado como el más intacto de los ecosistemas insulares españoles. Puede visitarse sin ningún trámite burocrático en las tradicionales «golondrinas» turísticas que, en temporada alta –de mayo a septiembre-, navegan entre el puerto mallorquín de la Colonia de San Jordi y el muelle de la isla principal de Cabrera.
Con sus aguas claras, sus acantilados, sus cuevas y sus silencios, Cabrera es un rosario de islitas que, quizá por casualidad, han llegado hasta nuestros días pletóricas de vida. Cada una de ellas posee un perfil particular, unas condiciones ambientales específicas e incluso endemismos propios, como el de la lagartija balear, de la que existen 10 subespecies, casi una por islote. Si bien en sus plataformas marítimas se han inventariado 214 variedades de peces, son las colonias de aves marinas las que, de modo primordial, concentran el interés faunístico del Parque.
Dentro de la isla mayor del archipiélago, existen varios itinerarios, todos ellos guiados –salvo el que conduce a la playa de s’Espalmador, donde se puede circular libremente y se permite el baño-. El más largo, de unas 4 horas, nos lleva al faro de Ensiola, buen observatorio de las colonias del peculiar halcón de Eleonor en los cercanos islotes de Els Estels, así como de ejemplares del halcón peregrino y de la gaviota de Audouin. Ya en el viaje de retorno a Mallorca es cuando se visita la solemne Cova Blava (Cueva Azul), de 20 metros de altura. Mediada la tarde, sus paredes, iluminadas por el sol poniente, se colman de reflejos índigos y dorados. Un hechizante espectáculo de luz que no necesita más ni mejor sonido que el vaivén de las olas en el mayestático interior de la cavidad.