Los bomberos españoles, víctimas del caos indonesio
Tras una odisea de cinco días y 36 horas por carretera, no pueden buscar supervivientes. A la habitual descoordinación se suma el celo del Gobierno con la ayuda extranjera
Un equipo de diez bomberos españoles llegó ayer a Indonesia para ayudar al rescate de supervivientes tras el terremoto en la isla de Célebes. Más que personas con vida, buscaban un milagro, pues se cumplía precisamente una semana de la catástrofe. Aunque pintaba bastante difícil, no era imposible porque en Haití hallaron viva a una mujer cinco días después del terremoto de 2010 . Pero esta vez, y tras un viaje de cinco días, se han quedado sin poder trabajar porque las autoridades locales habían cerrado ya las operaciones de rescate.
«Hemos llegado muy tarde porque hemos venido de forma autónoma; no con los vuelos militares, sino con un vehículo que hemos alquilado», explicaba anoche a ABC Antonio Nogales, coordinador de este grupo de Bomberos Unidos Sin Fronteras . Desde Macasar, la capital de la isla, su equipo tuvo que conducir durante 36 horas hasta Palu, la «zona cero» del seísmo , porque no pudieron subirse a los Hércules de transporte del Ejército indonesio ni tomar un vuelo comercial, ya que sus herramientas no cabían en la bodega y tampoco había sitio para su perro rastreador de vivos. Finalmente, y tras esta odisea, solo podrán entregar hoy sábado diez kilos de medicinas en un hospital y echar un vistazo a dos de las zonas más afectadas, Petobo y Biromaru , antes de regresar por la noche a España.
Aunque la descoordinación es habitual en los desastres naturales, y más aún en países en vías de desarrollo, los bomberos españoles son la última víctima del tradicional caos indonesio. A los problemas logísticos y de comunicaciones que sufre este archipiélago de más de 1.750 islas y 260 millones de habitantes se suma su creciente celo nacionalista, que le lleva a mirar con lupa cualquier ayuda que viene del extranjero.
A pesar de la situación desesperada de las primeras jornadas, el Gobierno no aceptó la ayuda internacional hasta cuatro días después de la catástrofe e incluso ha rechazado la asistencia militar de Estados Unidos, que había ofrecido un barco-hospital. Alegando que el país tenía la capacidad suficiente para responder a la tragedia, lo que se ha demostrado claramente falso, el vicepresidente indonesio, Jusuf Kalla , aseguró que prefería la colaboración internacional para la reconstrucción.
Mientras tanto, muchas zonas afectadas han estado aisladas y sin recibir ninguna ayuda. De hecho, la asistencia a los damnificados ha sido prácticamente inexistente hasta el miércoles, cuando las máquinas excavadoras y grúas despejaron las carreteras y empezaron a llegar camiones cargados de víveres. Todos ellos, por supuesto, indonesios, ya que apenas se ha visto ayuda internacional estos días.
En medio de la clásica lentitud indonesia, la ciudad de Palu va recobrando una paulatina normalidad y ayer ya se veían más luces y comercios abiertos. Con generadores de gasóleo, algunas tiendas y puestos de comida empiezan a funcionar y un par de bancos han encendido incluso los cajeros automáticos. Además de la asistencia a áreas más apartadas, lo que sigue sin resolverse es la escasez de combustible, que provoca colas kilométricas ante las gasolineras. Para no pasar horas y horas al sol, los motoristas se refugian bajo el techo y dejan sus bidones de plástico en fila sobre la calzada.
Para recordar a las víctimas de la catástrofe, varios grupos islámicos celebraron al atardecer un rezo en la playa de Talise, arrasada por el tsunami. Mientras mujeres tapados con velos y máscaras lloraban por sus esposos e hijos fallecidos, hombres tocados con el tradicional gorro musulmán cantaban y gritaban «¡Allahu Akbar!» lanzando sus puños al cielo . En un momento de exaltación ante los discursos de los ulemas, un grupo de jóvenes descolgó un cartel de una enorme valla de publicidad del Gobierno local y lo quemó en la playa ante la pasividad de la Policía.
Una semana después de la tragedia, el recuento de fallecidos supera los 1.500. En la fosa común de Poboya, en unas colinas a las afueras de Palu, ya se han enterrado más de 500 y se esperan hasta un millar más. Sin máscaras ni guantes porque ya están acostumbrados al hedor a muerte, Tim Sar y sus dos hombres los sepultan en cuanto las ambulancias los traen en fundas negras y naranjas. «Los tratamos con tanto respeto y humanidad como si fueran de nuestra familia», explica el enterrador, que ya fue voluntario tras el monstruoso tsunami del Índico en 2004. Asentada sobre el «Anillo de Fuego» del Pacífico, la zona de mayor actividad sísmica y volcánica del planeta, Indonesia se enfrenta catorce años después a una nueva catástrofe natural que, por desgracia, no será la última.
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