Un año después del relevo en la silla de San Pedro, el recuerdo de Juan Pablo II concita más interés en los medios de comunicación que el balance de Benedicto XVI. En efecto, la mayoría de los analistas coinciden en calificar los doce meses de ‘gestión’ de Ratzinger como grises y discretos. Los que basándose en su imagen de ultraconservador auguraban un papado de rompe y rasga se han equivocado a todas luces, al menos por ahora y a tenor de las iniciativas del Santo Padre. Se estrenó como párroco del mundo con un viaje a Colonia, en su Alemania natal, lo que supuso su consagración, dejando clara su impronta de gran orador. Convocó un sínodo sobre la Eucaristía en un foro de participación para escuchar a obispos y cardenales. Este último, un colegio ampliado con el nombramiento de nuevos purpurados, entre ellos el arzobispo de Toledo, Antonio Cañizares. Y aunque no parece un hombre de gobierno, ha dedicado tiempo a la diplomacia, a recibimientos en el Vaticano, aunque con una agenda menos abultada que su predecesor. Dada su impronta en el campo de la doctrina, por su largo periodo al frente del dicasterio de la Congregación para la Doctrina de la Fe, se esperaba con expectación su primera encíclica. Y ahí también sorprendió, con un documento brillante sobre la caridad y el amor, alejado de cualquier catálogo de prohibiciones, aunque sin renunciar a la ortodoxia de la fe católica. No ha ocultado sus ideas y ha reflexionado en alto sobre los principales problemas de la Iglesia: ha denunciado el aborto y los matrimonios homosexuales, ha defendido hasta la saciedad los derechos de la familia –el próximo mes de julio visitará España con motivo del foro mundial sobre esta institución– y ha sostenido la vigencia de la fe en la sociedad actual, cada vez más secularizada y muy pegada al consumismo y otras nuevas idolatrías. Ha reivindicado con palabras severas el lugar de Dios en la vida pública, en unos momentos de abierto debate sobre la laicidad, qu en el caso de España tiene especial actualidad. Benedicto XVI ha reivindicado la misión de la Iglesia, sin privilegios, con el «respeto al legítimo laicismo del Estado». El diálogo interreligioso, uno de los desafíos del nuevo papado, ha sido planteado con algunos gestos de acercamiento y declaraciones de buena voluntad, pero sin avanzar en iniciativas de calado. Se ha mostrado dispuesto a trabajar por la unidad de los cristianos y se ha comprometido a progresar en el ecumenismo, un diálogo que ya impulsó Juan Pablo II. Benedicto XVI, inteligente y de gran formación intelectual, no es amigo de las decisiones apresuradas. Parece que Ratzinger se ha dado un año de reflexión y no pocos auguran que pronto descollará con actuaciones de largo alcance. Y lo cierto es que el mundo plantea problemas gravísimos en los que la Iglesia tiene mucho que decir.