Madarcos: así es vivir en el pueblo más pequeño y con la tasa más alta de Covid

Con solo 58 vecinos, el municipio tiene una incidencia acumulada de 4.166,67 casos

Plaza principal de Madarcos, ayer, sin gente Belén Díaz

Carlota Barcala

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Pasear por las angostas callejuelas de piedra de Madarcos , el pueblo más pequeño de la Comunidad de Madrid , es retroceder en el tiempo: los niños juegan sin temor en la plaza principal y trepan por la fachada de la sala polivalente, los perros –considerados guardianes del municipio– campan a sus anchas por las carreteras, donde el único coche que se ve es una furgoneta de reparto. El bullicio no existe y todo el ruido que se escucha proviene del constante goteo de la fuente municipal y del rebuzno de un burro al que ya consideran un símbolo más del «patrimonio».

Con solo 58 habitantes (ha visto cómo su censo aumentaba en once vecinos tras el primer confinamiento ), acumula una tasa de incidencia de 4.166,67 casos por cada 100.000 personas, según se recoge en el último informe de situación epidemiológica de la Consejería de Sanidad . Esta cifra multiplica por 9,6 la de la Comunidad de Madrid, que se sitúa en 431,94 afectados. A pesar de los datos, el brote, de origen de momento desconocido, ha afectado solo a cuatro vecinos, entre ellos la alcaldesa, Eva Gallego . «Al ser un pueblo tan pequeño, enseguida se organiza todo atendiendo a la red de contactos. Tener tan pocos vecinos ayuda a controlar el brote», explica la alcaldesa, al otro lado del teléfono, que cumple la obligada cuarentena desde hace cinco días . La mayoría de los vecinos ya han sido sometidos a test de antígenos o PCR , con resultado negativo.

A ninguno hubo que darle una orden para que permaneciese en su hogar. Este sitio de la Sierra Norte decidió, voluntariamente, autoconfinarse y cerrar el único bar, La Fragua, durante catorce días como medida de prevención, y todo con un único fin: cuidar a las personas mayores y ser ejemplo de responsabilidad. «Las estadísticas siempre llaman la atención y, al ser pequeño, saltan las alarmas. Lo primero, tras los test, fue comprobar que la gente mayor estuviese bien», continúa Gallego, que también ha cerrado la casa consistorial y la sala polivalente, donde otrora se hacían reuniones y actos culturales. «El bar es un hogar social, un punto de encuentro, donde más nos concentramos sobre todo cuando llega el invierno. Todo el pueblo lo entendió, salió de ellos resguardarse en sus casas para controlar la situación », explica la alcaldesa, alabando la actitud de los vecinos, entre los que no hubo ningún caso durante la primera ola del coronavirus . La Posada Abrazamozas, el único hotel rural que hay, también apagó sus luces y canceló todas las reservas .

Varios niños juegan a trepar la fachada de la sala polivalente del Ayuntamiento Belén Díaz

La media de edad de los cuatro afectados de Madarcos está en 47 años, a pesar de que el 33% de los vecinos es mayor de 65 años. «La esencia de los pueblos es esta: ayudarnos, cuidarnos. Todos somos vitales para los demás. No somos el vecino del cuarto al que solo saludas, somos alguien más, con nuestros nombres, del que estar pendiente. Una especie de familia grande », prosigue Gallego. Aquí no sienten el aislamiento. Ese es su día a día. «Cuando sales a la calle nada gira, no se mueve nada, solo está el silencio y el ruido de la naturaleza. Esa es la diferencia de vivir en una gran ciudad a vivir en estos pueblos.Esto nos ayuda emocionalmente a pasar esta crisis», asegura Gallego, ya notando cierta recuperación después de días con fiebre y dolor muscular.

Huir de la ciudad

Los moradores coinciden con ella. Paula llegó a Madarcos a principios de julio, huyendo de la gran ciudad. «Esto para mí es como un paraíso . Aquí he recuperado la vida y el tiempo. No me hace falta nada más y menos la ciudad, que se ha convertido en una especie de parque temático y ha perdido su personalidad », confiesa, con deseos de poder quedarse definitivamente. En Madarcos no hay supermercados , ni siquiera una pequeña tienda de alimentación. Mucho menos comercios. Pero los habitantes no los necesitan: viven de la ganadería, de sus huertos, de recolectar setas y de las gallinas que algunos tienen en sus casas. Cada día, un panadero entrega casa por casa las barras. Los martes, un camión de fruta y verduras atraviesa el pequeño municipio, que se organiza alrededor de la iglesia de Santa Ana. Y los viernes es el turno de los congelados. «En ese momento nos juntamos todos los del pueblo en la plaza y le compramos lo que nos hace falta. Aprovechamos para hablar y conocernos», dice Paula sobre esa jornada, casi de celebración. El resto de viandas proceden de un supermercado de Buitrago de Lozoya , a 12 kilómetros, al que llaman para que les lleven las cosas a domicilio.

El burro de Madarcos, tras la fuente municipal Belén Díaz

«Nuestro confinamiento ha sido voluntario por respeto a los mayores. Nadie ha tenido que mandarnos. Ha salido de nosotros como forma de interés, de cuidar al pueblo y de tener conciencia social», dice la mujer, actriz de profesión, que se siente una lugareña más, gracias a la acogida que tuvo en su momento: «Esto es una isla en la Comunidad de Madrid».

El ejemplo de solidaridad se vivió hace tan solo unos días. Uno de los vecinos afectados por el Covid-19 desarrolló importantes síntomas y, pese a su estado de salud, su única preocupación era el cuidado diario de sus ovejas. Los demás se organizaron, en grupos de cuatro, para mantener atendidos a los animales durante el tiempo que él no pueda hacerse cargo.

Julia y su marido también escaparon de Madrid. Ella nació en este pueblo y no quería pasar otro confinamiento más en la ciudad. «La vida aquí es muy tranquila, incluso demasiado . Y el invierno es duro, con temperaturas muy bajas, pero todo eso se arregla con la calefacción», dice a través de la venta de su vivienda. «Teníamos la casa para pasar el verano y las Navidades , era donde nos juntábamos con la familia. Nunca imaginábamos que la íbamos a utilizar durante una pandemia », comenta, en tono irónico.

Un matrimonio pasea por la entrada del pueblo, vacío Belén Díaz

La preocupación por el virus está ausente en este pueblo de Madrid. «Tenía miedo en la ciudad; aquí, no. Si no quieres no te juntas con nadie. Cuando ves a un vecino es porque vas a su casa a buscarlo o porque llega uno de los camiones. Ya era así antes del bicho», explica.

La sensación la comparten dos obreros que trabajan desde septiembre en la reparación de una vivienda vacía. «Es muy complicado cruzarte con alguien. Durante todo el día a lo mejor ves a dos vecinos andando, como mucho, y desde el brote nada. Aquí no existía el Covid , nadie hablaba de eso», dice Miguel, encargado de obra.

A mediodía, la calma solo la rompen cuatro niños que juegan al pilla-pilla . Es el único signo de vida en un pueblo confinado. «Ahora estamos jugando a pensar en qué jugar», dice uno de los pequeños, tras terminar el primer entretenimiento. Otro saca una cuerda . En ese momento, los cuatro se convierten en indios y vaqueros. No necesitan más.

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