Poco después, George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel —organizado por un grupo de comerciantes del barrio, escandalizados ante los escasos resultados de las investigaciones—, recibió una misiva con un paquete cuyo contenido dejó al destinatario sin cenar aquella noche. «Desde el infierno, señor Lusk, le envío la mitad del riñón que tomé de una mujerzuela, y que conservé para usted después de freír el otro. Estaba muy bueno, de verdad». Jack no era un cualquiera, eso parece claro. En otra carta atribuida a su pluma y que, supuestamente, fue enviada a algunos diarios, hasta se permitía hacer una cuarteta: «No tengo tiempo aún para deciros / cómo me he convertido en un asesino. / Pero ya sabréis cuando llegue el momento / que soy uno de los pilares de la sociedad». La sospecha más espectacular apuntaba a Edward, el duque de Clarence, hijo del rey Eduardo VII, que murió, a los 28 años, justo después de estos asesinatos en serie. De neumonía, se afirmó; de sífilis, se comentaba en los corrillos callejeros de Whitechapel. Al parecer, el joven duque era cazador de ciervos y frecuentaba lupanares. También se sugirió como responsables de las carnicerías a los judíos y los masones.
En 2006, un excomisario de Scotland Yard hizo un retrato robot del célebre asesino utilizando testimonios de trece personas que afirmaron haberle visto. Según ese retrato robot, Jack era un hombre de pelo y bigote negro, cejas espesas, cara angulosa y de edad comprendida entre veinticinco y treinta y cinco años.