Los grandes campeones, los dominadores del Tour, darían juego para hacer varias películas. Libros ya se han escrito muchos sobre ellos. En el ferry en el que viajamos desde Toulon a Ajaccio se encontraba Bernard Thévenet. Las nuevas generaciones ni le reconocieron. Era un ser anónimo en un monstruo de hierro que flotaba. La diferencia con todos los demás que íbamos en esa nave es que el ganó en dos ocasiones el Tour, el de 1975 y el de 1977.
El paso del tiempo no borra las hazañas que lograron muchos ciclistas, pero hay gente que no ha visto correr a Perico Delgado o a Miguel Indurain y que sabe de Luis Ocaña por la transmisión oral de quienes cuentan sus hazañas o ensalzan su figura en un escrito.
El Tour ha tenido sacudidas muy fuertes, como la Lance Armstrong. Ninguna llegará a ser dramática como la de quienes se dejaron su vida en las carreteras de Francia, Tom Simpson y Fabio Casartelli. Hay campeones que después de abandonar el ciclismo han llevado una vida discreta. Armstrong no la llevó ni cuando era corredor. De Carlos Sastre se acuerda poca gente: desapareció del mundo del ciclismo. Otros, como Pantani, tuvieron un final trágico, indigno de un ciclista que levantaba pasiones.
Los hay que han sido castigados por la desgracia, con la pérdida de parte del dinero que ganaron, otros se han visto estigmatizados socialmente. Hay reconversiones llamativas: de la bicicleta a actor porno. Muchos optaron por el mundo de la noche. Los hay perdidos por Tailandia, Indonesia o África. También los que en sus nuevas funciones piden la cabeza de un periodista que no les gusta en un despacho. Predominan, por fortuna, los que llevan una existencia tranquila, familiar.
El ciclismo es un reflejo de la vida. Por eso, cien años de Tour de Francia dan mucho de sí. Hay que saber aprovechar el momento, rentabilizarlo deportiva y económicamente, y ser consciente de que aunque seas el mejor del mundo, siempre habrá jóvenes al asalto del futuro.