Hay días que me levanto metafísico, me doy una ducha metafísica, me tomo metafísicamente mi café, y me voy a trabajar henchido de hondura etérea, hasta las cejas de metafísica cotidiana. Esos días -mis días profundos-, repito una y otra vez la misma invocación, un sueño modesto por el que ruego a deidades intangibles. Pido cosas chiquitas, como que no se me caiga el tema del fin de semana, o que el tipo de la zona azul se quede un poco ciego cuando pase junto a mi coche. Pero hoy, lectores masoquistas que arribáis a mi columnita, os voy a pedir que compartáis conmigo esta modesta excentricidad y entonéis mentalmente una súplica colectiva, para ver si los hados y las providencias atienden nuestras demandas, y se me concede el que es sin duda, hoy por hoy, el número uno en el hit-parade de mis deseos: quiero que cerréis un instante los ojos y digáis: «Que salga el 52». Esos dígitos, guarismos alquímicos, huidizos, son la clave de mi futura felicidad. Porque en él se cifran buena parta de las esperanzas que mi sufridora compañera ha depositado durante todo un año de estudio intensivo en un solo fin: aprobar sus oposiciones. No es un asunto baladí, y les pido que no se lo tomen a choteo. Dedíquenme unos segundos de su poder mental, y les prometo compensaciones: si sale el 52, el domingo 2 de julio, a las 12 en punto, en la plaza de el Arenal, me comprometo a dar 52 vueltas de campana disfrazado de Guillermo, nuestro mono fetiche del zoológico. Si quieren saber hasta dónde alcanzan nuestras capacidades invocativas, acudan a este rincón del periódico el próximo sábado. Como dice mi carnicero, hay que fidelizar a la clientela.