Las manifestaciones de dos portavoces encapuchados de ETA han venido a demostrar que la banda terrorista continúa atada a un discurso anclado en la irrealidad y en la imposición. El hecho fundamental es que ETA lleva tres años sin cometer atentados mortales, y que el 22 de marzo hizo pública la declaración de «un alto el fuego permanente» que, según todos los indicios, está cumpliendo hasta la fecha. Son los datos que suscitan la esperanza en un pronto final del terrorismo etarra. Datos que ni siquiera el contenido de las declaraciones de los portavoces de la banda pueden echar por tierra. Sin embargo sería propio de la ceguera o de la temeridad restar importancia a unas manifestaciones que introducen sombras de duda en torno a las intenciones últimas de ETA. Porque de la misma manera que el cese de la actividad terrorista no permite alentar otro sentimiento que el del optimismo, no hay en las declaraciones de los terroristas aspecto alguno que pueda ser admisible desde el punto de vista democrático.
En coincidencia con el contenido del Zutabe de abril, los portavoces de ETA recuperan buena parte de su tradicional discurso, volviendo no sólo a los argumentos que ofrecieron al anunciar la tregua indefinida en septiembre de 1998 sino retornando incluso a su consabida demanda de «negociación con el Estado». Si las breves notas con las que ETA anunció el vigente alto el fuego permitían albergar esperanzas en que la banda renunciaba a su protagonismo propiciando una presencia más relevante y autónoma para la izquierda abertzale, el interés mostrado por significarse mediante la exposición de «las condiciones del proceso» obliga a contemplar con precavida inquietud tanto esas condiciones como el papel que ETA se arroga en el citado «proceso».
ETA insiste en presentar su «alto el fuego permanente» como el fruto de la lucha llevada a cabo por la izquierda abertzale que, a su entender, habría desembocado en la puesta en cuestión del modelo democrático y autonómico inaugurado con la transición. El intento de convertir su derrota en victoria no es nuevo en ETA. Fue el eje fundamental en torno al que construyó también el discurso de la tregua del 98. Pero la obcecación no sólo denota una dificultad supina para reconocer la verdad de los hechos. Tampoco es mero reflejo de la necesidad que los terroristas sienten de justificar su pasado sangriento ahora que han cesado en su actividad violenta. Representa también un intento premeditado por reivindicar para sí todo lo que se mueva en el País Vasco y en España y alcanzar, a través de tan peregrino argumento, una posición determinante como juez último de la orientación que adopten esos eventuales cambios.
A nadie se le oculta que ETA y la izquierda abertzale persiguen la independencia de una Euskal Herria reunificada. Lo inquietante de las palabras de los dos etarras es que pretendan presentar el alto el fuego como una concesión sujeta a que los Estados español y francés faciliten el camino hacia su quimera y a que las fuerzas políticas vascas se avengan a desbordar para ello los cauces constitucionales y estatutarios vigentes. El hecho de que ETA sitúe su negociación con el Gobierno como el ámbito desde el que pretende garantizar el «respeto del Estado» a la «decisión de los vascos» demuestra que sus dirigentes y activistas no quieren verse relegados a la discusión de sus situaciones particulares con el ejecutivo.
Dos días después de que el Gobierno de Rodríguez Zapatero diera cuenta de la verificación positiva del alto el fuego, las palabras de los portavoces de ETA han introducido interrogantes sobre su carácter, tanto al condicionar políticamente su irreversibilidad como al mostrar su comprensión hacia eventuales episodios de kale borroka y al reivindicar expresamente su derecho al cobro de fondos para sufragar su «lucha de liberación». Pero tan elocuente como el discurso político empleado por los terroristas es la crueldad que expresa su jactancia al enarbolar la lucha de la izquierda abertzale y de la propia ETA sin dedicar ni una palabra al terrible dolor causado durante todos estos años. Las manifestaciones de ETA demuestran que los terroristas pretenden eludir su derrota pintando el presente y vaticinando el futuro como frutos de su empeño totalitario. Pero sobre todo demuestran que tratan de evitar que la sociedad someta su trayectoria colectiva y su conducta individual al severo juicio y a la inapelable condena moral a la que son acreedores.
Cabe interpretar las declaraciones de los dos encapuchados como mensaje para consumo interno. Pero ello no debería servir para minimizar las preocupantes advertencias de los etarras. Es cierto que son los hechos de ETA los que, tanto antes como ahora, han de ocupar el centro de atención de cuantos análisis se realicen sobre sus designios. Pero la gravedad del contenido de sus últimas manifestaciones no debería ser obviada. Entre otras razones porque requiere de una réplica democrática sin paliativos. Las declaraciones de los dos etarras no deben conducir al pesimismo. Y mucho menos a un tremendismo oportunista. Pero sería arriesgado que, cuando ETA hable, las instituciones y los partidos políticos acaben confundiendo la cautela con el silencio impasible.