La carta abierta de Antonia Asencio a Pedro Pacheco, publicada en las páginas de este mismo periódico hace unos días, ha despertado en mí sentimientos encontrados. El primero, de signo positivo y esperanzado. Uno siente el alivio de los suspiros, tan andaluz, tras la reivindicación de los actos cotidianos más sencillos que Antonia nos relata como verdaderos redescubrimientos. Se intuye que hay en ello mucho de catarsis personal, de ejercicio liberador de agravios largamente reprimidos. La elegancia del discurso no impide pensar que haya más ropa que la que se ha decidido a airear en el tendedero público. Es de agradecer la contención y no sólo por cuestión formal, de estética, sino también de fondo. Saldar con otro lenguaje las diferencias que han llevado a la doctora Asencio a ser sacrificada por su otrora mentor político, hubiera sido darle cuartos al pregonero. Antonia ha estado fina en ese aspecto, seguramente porque conoce muy bien al personaje. Su «gracias, Pedro» lleva trilita por dentro. De verdad que celebro que Jerez haya recuperado a una médico enamorada de su trabajo, capaz todavía de disfrutarlo en su dimensión más humana, la de procurar bienestar al prójimo. Lo inquietante es que eso aparezca como el reverso de su actividad política inmediatamente anterior. Tan lejos y en tan poco tiempo.
Creo que, aun así, hay que felicitar a quien ha sabido recomponer su vida tras un quiebro sobrevenido y de connotaciones tan siniestras como es la de la «caída en desgracia» que ella misma describe. Pero justo aquí surge un segundo sentimiento enfrentado al primero y que hace amarguear la esperanza: el victimario se ha salido con la suya. Se ha impuesto la ley del más fuerte. La víctima ha sobrevivido, pero ha sido expulsada a otros territorios, sin posibilidad de recurso ni apelación. Y siendo aleccionadora su fuerza al superar el trance, no deja de implicar un profundo fracaso que no concierne exclusivamente a la afectada sino al sistema político en su conjunto, y, por tanto, también a los ciudadanos. Este es el motivo por el que todos debemos considerarnos destinatarios de la carta de Asencio y no sólo el ex alcalde-concejal de urbanismo-líder del PSA.
Si mientras ejercía su función pública Antonia Asencio se debía a sus conciudadanos en general y a sus electores en particular ¿por qué ni unos ni otros tienen ahora parte en este asunto? ¿Qué hubiera pasado si hubiera sido otra la carta de Antonia y hubiera optado por seguir en política? Desconozco los detalles del proceso y por eso me limito a plantear el dilema en términos teóricos. Pero tengo la impresión de que quizá hubiera sido mejor para el juego democrático esa segunda opción. Porque va siendo hora de que los partidos lidien sus diferencias internas de cara al público que les ha prestado su confianza y el poder que administran. Sería bueno y saludable para el sistema que se supiera en qué afecta a la gente las distintas maneras de entender la gestión política de unos y de otros. Que en vez de cajas oscuras donde se urden intereses inconfesables y se balancean juegos de poder, los partidos fueran estructuras diáfanas y permeables. Cuántas veces oímos lo de que hay que devolver a la política toda la dignidad de la función pública, pero cuánto ha crecido últimamente la sensación de que todos los políticos son iguales. Personalmente estoy convencido de que no es así, y también de que una estupenda forma para hacerlo valer sería contar con listas abiertas en las próximas consultas electorales