Los García, una vida de sacrificio bajo la amenaza constante de deportación
ABC habla con una familia de inmigrantes hispanos que sabrá este mes si será expulsada de EE.UU
Pablo y María desprenden el bienestar de una ganada paz interior. La vida no ha recompensado aún todo su sufrimiento, pero la humildad acabará dando fruto. Esa es su esperanza, robusta como los cimientos familiares que forjaron a base de sacrificio . Desde que el mexicano nacido en Morelos (Guanajuato) se colara por primera vez en territorio estadounidense por un pedacito de frontera junto al lago Tijuana, allá por 1990, su infatigable búsqueda de una vida mejor para los suyos no ha decaído . Ni los abusos de patrones aprovechados en los rigores de la abnegada cosecha ni la desgraciada discapacidad de un hijo, renglón torcido de Dios, minaron la fortaleza de quienes hoy conocen mejor sus derechos que los abogados que les asignan. Veinte años de trabajo «serio y honrado» por su nuevo país han labrado el mejor argumento del matrimonio García. También para desafiar las amenazas de muros y deportaciones de Donald Trump , el candidato republicano, a quien critican con un sentido del humor piadoso que sólo genera la bondad. «El trompas…», le llama Pablo con media sonrisa. No será el controvertido millonario, sino la Corte Suprema, la que decida este mes si los García podrán ser ciudadanos norteamericanos o serán deportados a la tierra que abandonaron por hambre.
Es la historia de millones de familias hispanas pendientes de un hilo legal. Como la de nuestros anfitriones en esta calurosa tarde de junio en Los Ángeles, la suerte de los más de 11 millones de inmigrantes hispanos se ha debatido entre la legalidad y la ilegalidad con la indiscriminada virulencia de un rompeolas. Primero, el intento de Obama, con ayuda de congresistas demócratas y republicanos, de una regularización masiva, siguiendo los pasos de Ronald Reagan . Tras el fiasco parlamentario, las órdenes ejecutivas del presidente para proteger con permisos de trabajo y de residencia a unos 6,7 millones, 1,2 de ellos los llamados «dreamers» (menores). Después, a raíz de la demanda de 26 estados, la paralización por los tribunales de una de ellas, la que afecta a los padres, dejando a los otros 5,5 millones a la intemperie, entre ellos el matrimonio García. Desde entonces, confusión legal, enfrentamientos políticos, discusiones pasto de jueces y abogados y muchos años de temor, con demasiadas vidas humanas amenazadas por una sola resolución .
Pablo y María Carmen García (el apellido de ella, Silva, se ha esfumado en Estados Unidos) nos reciben en su humilde vivienda del tranquilo barrio de Koreatown, llamado así por acoger a un alto número de inmigrantes del país asiático . Es un hogar pequeño pero cálido, donde se funden en un solo habitáculo salón, cama y cocina. El matrimonio ha vivido allí durante casi todo este tiempo, muy cerca del hermano de Pablo, quien en septiembre de 1996 facilitó su arriesgado desembarco en el nuevo país. Fue la primera gran aventura para cruzar una frontera que ya por sí sola es un muro de miedo.
Vida y salud
Hoy, Pablo, pintor de profesión, gana 16 dólares la hora . No es mucho, pero al menos es más del doble del bajo salario mínimo de 7,25 que rige en Estados Unidos . Limpiando por horas en varias casas, María lleva a casa cada día una media de 80 dólares. «Aunque no todos», precisa. Pero asiente con la cabeza cuando su marido muestra sensatez ganada a la fuerza: «Tenemos vida y salud» . Hay más convicción que arrepentimiento en sus palabras.
Juan Pablo, su hijo menor, que vive con ellos, acaba de traerse a casa a Lucero, con quien se ha casado. Lo de «traerse» es literal, como expresa él, porque la particular historia de amor de dos discapacitados casi adolescentes alcanza el momento cumbre con su reciente boda en secreto: «A su padre no le hacía gracia nuestra relación, así que decidimos casarnos». Cualquiera diría que tanta naturalidad brota de una vida sencilla.
La existencia de Juan Pablo siempre ha sido un desafío. Nunca olvidará María aquel enero de 1990 en que vino al mundo y su otra hija, gemela, se quedó en el camino. El mal recuerdo del DF, la capital mexicana, quedó grabado cuando horas después le advirtieron que el hijo superviviente arrastraba taras físicas y psíquicas . Una deformación ósea convirtió sus dos piernas en un amasijo de huesos entrecruzados. Sólo una madre sabe la atención que requiere un hijo limitado. En tiempo y en afecto. Como lo sabe su hija mayor, María Azucena, también casada y que vive con su marido, que no ha querido estar presente en la entrevista, quizá para no recordar el poco tiempo que le dedicaron sus padres, volcados con su hermano. «Siempre lo ha dicho. Por eso está menos unida a nosotros», la excusa María con pena. Pero a continuación relata con orgullo de luchadora victoriosa las diez operaciones en un solo día que permitieron que hoy Juan Pablo pueda levantarse de su silla de ruedas y caminar.
No hay rastro en él de discapacidad psíquica. Más bien, asombra una personalidad que ha eclipsado el sufrimiento. Con ternura de hijo, relata aquella vez en que su padre se ilusionó con la regularización de sus papeles . En la confusión de la legislación de urgencia instaurada por Obama, Juan Pablo creyó poder convertir a su hijo en estadounidense. Cuando el abogado reconoció su error de pensar que Juan Pablo había nacido en Estados Unidos, a su padre se le vino el mundo encima. «Los ojos de mi papá se nublaron», apunta el muchacho. Ahora, Juan Pablo podría nacionalizarse norteamericano gracias a su matrimonio con Lucero , mexicana de origen pero nacida en Estados Unidos. Pero tendría que volver a México y esperar a los trámites: «Es como un castigo de la ley para reparar la entrada ilegal en el país. Pero, si salgo, ¿cuándo me dejarían volver? Podrían pasar meses, años...».
Futuro incierto
El matrimonio García confía en que la Corte Suprema falle en su favor: «Siempre hemos tenido esperanza; nunca la hemos perdido, y ahora tampoco». La mirada confiada de María se torna coraje cuando recuerda los ocho años que llevan pagando al Fisco. «Si hemos aportado a este país con nuestro trabajo y hasta con impuestos, ¿cómo nos van a echar ahora?» .
El matrimonio reconoce que la intranquilidad por el futuro «siempre está ahí, nunca te olvidas de que un día podría salir todo mal». Tendrían que regresar al infierno del que vinieron. Cuando Pablo echa la vista atrás, se apresta a contar su peor aventura, una de las tres veces que desde que se asentaron en Estados Unidos, ha vuelto a tierras mexicanas.
Aquel día, Dios estaba de su lado, reconoce un confeso creyente como él, que al término de la entrevista nos regala un libro sobre el Apostolado El Sembrador, al que la familia ha entregado su fe. « Quería volver a ver a mis padres . Habían pasado varios años. Así que crucé la frontera pagando a los coyotes». Pablo se refiere a las mafias que cobran por introducir a los ilegales en Estados Unidos . Si entonces pagó 700 dólares, nos confiesa que «ahora te puede costar 15.000».
Fue un Año Nuevo hace diez años. Su relato muestra la emoción de quien pudo perderlo casi todo: «Cuando nos descubrieron los migras (Policía de la frontera), estábamos 18 escondidos. Cogieron a todos los que se subieron al camión . Mi hermano y yo, junto con otra persona, preferimos quedarnos ocultos, y acertamos».
Sin dejar que María recuerde todo lo que sufrió esos días de espera, Pablo se adelanta: «Lo primero que haré cuando tenga papeles, será ir al desierto a dejar agua para los que cruzan la frontera ». Como nos cuenta, en los inabordables pasos de frontera entre ambos países, los sin papeles que intentan la aventura se encuentran habitualmente con garrafones de agua. Un gesto de solidaridad , convertido ya en tradición, de quienes viven en el sur de Estados Unidos.
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