Un cazabombardero en el jardín

El SU-34 abatido en marzo por la defensa ucraniana derivó en la detención de uno de sus pilotos, héroe de guerra ruso por sus bombardeos aéreos en Alepo. Mató a un vecino que le intentó capturar cuando cayó herido sobre su casa

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Mónica G. Prieto

Los restos del fuselaje del cazabombardero ruso sobresalen grotescos del jardín de Yulia Grebnyeva desde el 5 de marzo. Los enormes motores destellean entre los escombros y una puerta incrustada en el suelo comienza a mimetizarse con la vegetación. El Sukhoi 34, abatido cuando se disponía a bombardear la ciudad de Chernígov , al norte de Kiev, devoró su patio trasero arrastrando la piscina, la sauna y el cuidado césped, llevándose a su paso su propia casa y otras cinco de las cuales sólo quedan estructuras semiderruidas y una montaña de ladrillos, vidrios y hierros retorcidos salpicados por piezas del fuselaje verde azulado. Uno de sus vecinos, jubilado, murió en el acto carbonizado por la gigantesca explosión. El milagro es que Yulia, sus tres hijos y la novia del mayor , salieran ilesos del infierno en el que se convirtió su jardín.

«Había convencido a los chicos para que me ayudaran a limpiar el sótano, donde nos refugiábamos de las explosiones. Mi marido estaba arreglando la puerta del garaje cuando escuchamos una tremenda explosión. Una enorme llamarada devoró todo. Al principio no podía levantarme, de forma inconsciente me había tirado sobre los dos pequeños para protegerlos y mi cuerpo estaba paralizado», dice en referencia a sus hijos de 6 y 10 años. «Las tuberías habían reventado, el polvo nos impedía ver, todo se caía a nuestro alrededor. De pronto distinguí la voz del pequeño. ‘¿Mamá, estamos vivos?’ Lo siguiente que recuerdo es escuchar a mi marido gritar y llorar desesperado a los soldados que pretendían pararle, para evitar que se quemara vivo. ‘¡Dejadme entrar, mi mujer y mis hijos están ahí dentro!’» Él mismo, pese a una herida en la cabeza y quemaduras en el brazo, forzó la puerta del sótano desde el exterior permitiendo que Yulia y sus hijos salvaran la vida.

Sólo dos minutos antes, Yulia había pedido a su hija que le tomara una fotografía en el búnker en la que sonríe, relajada. Sólo dos minutos después, el mundo se abatió sobre sus cabezas en forma de caza. «Pensé que era nuestro final. El estruendo no cesaba, el humo nos ahogaba», explica recorriendo la superficie devastada que una vez fue su hogar.

Yulia revisa una pila de pantalones infantiles entre los escombros M. G. Prieto

A la escena asistieron cientos de vecinos que desde sus hogares y refugios se asomaban ante el silbido amenazante de la aviación rusa que llevaba tres días pulverizando Chernígov . Reconstruyen la imagen con una fidelidad sobrecogedora, como si los detalles se les hubieran grabado a fuego. «Escuchamos sobrevolar dos aviones. El primero lanzó contramedidas térmicas (un sistema de distracción para evitar las defensas antimisiles) y se perdió de vista, pero la defensa ucraniana disparó contra el segundo. Creo que disparaban desde el tejado de mi edificio, porque al salir estaba lleno de vainas de munición», explica Yaroslava Kaminietskaya , informática de 25 años, mostrando fotos de su propia mano con las carcasas. «Y le dieron de lleno».

El Su-34 giró 180 grados y se estrelló. Unos 300 metros más allá, Nikolai sintió en su cuerpo el calor punzante de la onda expansiva. «La columna de humo era enorme. Comenzamos a escuchar más explosiones, eran las bombas que estaban explotando», explica. Cuentan que quedaban cinco proyectiles en el avión, bombas de media tonelada, 500 kilogramos de muerte concentrada que volatilizaron las casas circundantes dejando un escenario dantesco. Según relata Yulia, tres de ellas no explotaron en el acto y fueron desactivadas días después por los artificieros. Las carcasas yacen empotradas entre el fuselaje y los escombros.

Los pilotos

A Yaroslava le pudo la curiosidad. «Vi eyectarse a los dos pilotos antes de que el caza diera media vuelta. Uno cayó cerca del refugio desde donde nos escondíamos y no pude evitarlo, salí a la calle y me acerqué a él. Parecía que le había explotado la cabeza, había mucha sangre», recuerda. «Es como si se hubiera propulsado unos segundos después que el primero y se hubiera estrellado contra el suelo. Al segundo le vi planear con el paracaídas y perderse a lo lejos», prosigue la informática.

«Vi eyectarse a los dos pilotos antes de que el caza diera media vuelta. Uno cayó cerca del refugio desde donde nos escondíamos y no pude evitarlo, salí a la calle y me acerqué a él. Parecía que le había explotado la cabeza, había mucha sangre»

En realidad, el segundo no se perdió. El paracaídas quedó colgado en una tubería del tejado de Svetlana Voyteshenko, donde se guarecía con su hija, su hermano Vitali y su marido, Serhiy. «Escuchamos un ruido ensordecedor, como un misil, que se dirigía a nosotros y después una enorme explosión. Al poco, oímos ruidos en el tejado. Mi hermano sospechó que podía ser el piloto, decidió echar un vistazo y agarró una pequeña pala de jardín. Mi marido se sumó a la cacería». El hermano de Svetlana subió al tejado mientras su cuñado ascendía por el extremo contrario, pero sólo alcanzó a ver una sombra antes de escuchar los disparos. «Entendió rápidamente que sólo había dos personas allí: el piloto y Vitali. Le disparó en el pecho. Mi hermano murió sobre el corral de sus gallinas».

Un héroe en Rusia

Una veintena de uniformados ucranianos, que llevaban buscando al piloto desde que vieron su paracaídas sobrevolar el barrio, irrumpieron en casa de Svetlana para detenerlo. Ensangrentado y con una venda que él mismo se había colocado para contener la hemorragia, el uniformado ruso no se resistió. Resultó no ser cualquier aviador, sino Alexander Krasnoyartsev , considerado un héroe en Rusia por sus bombardeos sobre Alepo y reconocible en fotografías tomadas con el presidente Vladímir Putin y el sirio Bashar al Assad en la base rusa de Khmeimim, al noroeste de Siria. Según los cálculos del Observatorio Sirio para los Derechos Humanos, los bombardeos rusos sobre Siria se cobraron 8.000 vidas civiles, entre ellas las de 2.000 niños.

Los soldados le interrogaron. «¿Sabías que estás bombardeando una ciudad pacífica, que matas a gente indefensa?» «No nos han informado», respondió Krasnoyartsev. Svetlana, iracunda, se encaró con el asesino de su hermano, fuera de sí. «¿Qué has hecho? ¿Qué os hemos hecho?, le grité. Respondió que no sabía que había civiles, que le habían dicho que los habían evacuado. Por supuesto, no le creí».

Vitali tenía 42 años y «nunca se había casado porque se había encargado de cuidar a nuestra madre, que murió hace año y medio», explica Svetlana. No fue la única víctima: un anciano, residente en una de las casas volatilizadas por el avión militar, murió en el acto carbonizado por las llamas. Pero podían haber sido muchos más, dado que «estas bombas habrían matado a decenas de residentes», como recuerdan Alexandra y Anna Korietskaya, las vecinas de Yulia. «Los bombardeos aéreos comenzaron el 4 de marzo y sólo pararon cuando los rusos se retiraron», explica el vicealcalde Oleksandr Lamako. «Solían hacer varias salidas diarias» y han destruido escuelas, bibliotecas, hoteles y edificios de viviendas. Al menos medio centenar de personas murió a causa de los bombardeos aéreos sobre la ciudad, pero la defensa se cobró su venganza. Sólo en Chernígov, Lamako recuerda «cuatro o cinco aviones abatidos». La misma noche en que Krasnoyartsev fue arrestado, hubo otros tres ataques de la aviación rusa.

Compasión y perdón

Yulia no lamenta no haber hablado con Krasnoyartsev. «¿Qué se puede decir a alguien así? No es una criatura humana, sabía que estaba asesinando civiles. Sólo espero que termine sus días en una celda de aislamiento. Debería pedir compasión y perdón cada día hasta el último de sus días». El ala del avión donde figuraba el número identificativo fue recogida por el Ejército, que se lo llevó como prueba. Curiosamente, Yulia detectó la pieza en una subasta de Leópolis hace unos días: fue vendida por 50 millones de dólares que su supuesto dueño dice haber donado a una ONG, «creada dos semanas atrás». Ella se ha quedado sin nada. Deambula entre los restos de escombros y fuselaje para encontrar una pila de pantalones infantiles acartonados, que revisa con cuidado. «Este de Mickey Mouse es de la mediana, este es el bañador del pequeño» enumera revisando una prenda medio calcinada. Su familia está en Noruega, donde su marido es tratado de un cáncer en estado avanzado, pero ella ha decidido no abandonar.

Un proyectil del avión, desactivado por los artificieros M. G. Prieto

«Soy concejala y mi sitio está aquí, trabajo como voluntaria asistiendo a civiles y voluntarios en el frente. Ahora sé cómo se sienten al pedir ayuda, porque siento el mismo abandono que ellos», suspira abarcando con la vista el escenario apocalíptico donde antes se criaban sus hijos. «Vivo hospedada por una familia a la que no conozco, que me cedió una habitación cuando conoció mi historia y ahora se ha convertido en mi segunda familia». Asegura que ayudar a los demás le sirve de terapia, pero ruega ayuda para reconstruir su casa y la de sus vecinos y le indigna que la corrupción persista incluso durante la guerra . «Con esos 50 millones, podríamos haber reconstruido buena parte de Chernígov», lamenta.

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