«La Traviata»: con nuestra mirada

El montaje de Paco Azorín que se estrenó el lunes en el Festival de Peralada nos sitúa ante el espejo para preguntarnos qué dice de nosotros la lectura que durante siglo y medio hemos hecho de esta obra

La soprano rusa Ekaterina Bakanova, durante la representación Efe

Pep Gorgori

El artista Marcel Duchamp decía que no son los pintores sino los espectadores quienes hacen los cuadros al mirarlos e interpretarlos. Más recientemente, el filósofo Jacques Rancière habla de la emancipación del espectador, cuya mirada está mediatizada por todo su aprendizaje previo. Con estas premisas, el director de escena Paco Azorín se ha propuesto revisitar «La Traviata» de Verdi poniéndose en la piel de la protagonista. El resultado es un montaje que se estrenó el pasado lunes en el Festival de Peralada , y que nos sitúa ante el espejo para preguntarnos: ¿qué dice de nosotros la lectura que durante siglo y medio hemos hecho de esta obra?

Azorín lucha contra la mirada hacia Violetta como una mujer díscola que sufre el castigo por un pasado libidinoso: ella se lo buscó. Huye de esta actitud contraponiendo la realidad con la interpretación psicológica, plasmada mediante acróbatas encontrándose y desencontrándose como bolas de billar por una pared vertical.

Buena parte del éxito del montaje se debe a la soprano Ekaterina Bakanova, una sublime Violetta, entregada a la relectura propuesta por Azorín y con un dominio prodigioso del rol y de su instrumento, capaz de dar a cada frase de cada escena el matiz de color más adecuado. El director se toma la libertad de sugerir que ella y su amado Alfredo han llegado a procrear, de modo que la presencia en escena de una niña intensifica aún más el drama. Quizás sea este un recurso discutible, como lo es el excesivo estatismo en buena parte del segundo acto, pero estos aspectos no restan interés al ejercicio intelectual.

El Alfredo de René Barbera estuvo, en lo musical, a la altura de Bakanova. El Giorgio de Quinn Kelsey, correctísimo, quedó algo ofuscado por la rotunda presencia escénica de la soprano. A la batuta, Riccardo Frizza lució buena sintonía con la orquesta y en especial con los cantantes, que tuvieron en todo momento la seguridad que el acompañamiento iba a adaptarse a sus necesidades, algo que suena a obvio, pero no es ni tan sencillo ni tan habitual. Espléndido, por otra parte, el vestuario de Ulises Mérida.

El binomio Verdi/Azorín repite el año que viene en Peralada, con «Aida». Será curioso ver qué propone el director de escena tras la polémica que aún resuena en la Arena di Verona, a causa de la negativa de la soprano Tamara Wilson a actuar pintada de negro –la protagonista se supone que es una etíope–. Habrá que pensar bien antes de juzgar: es probable que al dictar sentencia nos estemos definiendo más a nosotros mismos que a los creadores que nos hacen pensar. El racismo, como el machismo, es un barniz que podemos dar –o quitar– con nuestra mirada.

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