Sergi Doria - Spectator in Barcino

Colau, un runrún destructivo

Ada Colau, en un acto reciente EFE

Sergi Doria

Lo mínimo que se le puede exigir a un alcalde de Barcelona es que se moleste en conocer la ciudad y sus vecinos. Pasqual Maragall, socialista de la burguesía de San Gervasio con estudios en Estados Unidos, quiso conocer a todos los barceloneses. «¿Qué es la ciudad sino su gente?», decía.

Tras el éxito mundial de los Juegos, el alcalde descendió de las alturas; quería «tocar de peus a terra», compartir la vida cotidiana de veinte hogares barceloneses. Así lo recuerda Lluna Pindado en el documental ‘Maragall i la Lluna’ (2021). La actual actriz tenía ocho años cuando el alcalde y su esposa, Diana Garrigosa, pasaron una semana en su diminuto piso de Roquetes, distrito de Nou Barris. Maragall durmió la primera noche en una pequeña cama: tan pequeña que se le salían los pies. Para evitar la incomodidad, sus padres cedieron a los inesperados huéspedes el dormitorio de matrimonio. Cuando Lluna contó en el colegio que hospedaba en su casa al alcalde de Barcelona se lo tomaron a broma. Para demostrar que no mentía, Maragall le acompañó un día a clase.

Eso ocurría en 1993 y treinta años después padecemos una alcaldesa que no pisa la calle ni se molesta en conocer la opinión de la ciudadanía. Como toda personalidad dogmática, Ada Colau no soporta las críticas y, si le silban en algún acto público, lo cual sucede cada vez más a menudo, echa unas lagrimitas: lo que en tiempos de nuestras abuelas se llamaba «hacer pucheros». Un recurso plañidero de quien disimula su insolvencia con el truco victimista de los malos estudiantes que atribuyen los suspensos a que el profesor les tiene manía.

Colau, salvo el círculo adulador que le debe los cargos, no conoce a los barceloneses. Si pisara las calles más a menudo constataría que por el azulado tramo de la calle Pelayo no pasa nadie: con civilizado criterio vial, el transeúnte prefiere seguir utilizando la acera no sea que algún patinete o ciclo-gamberro se lo lleve por delante. Eso mismo ocurre en Consell de Cent y Rocafort: nadie transita sobre el asfalto pintarrajeado de amarillo o azul, salvo los vehículos que aprovechan el espacio para la carga y descarga. Pocos se sientan en los bloques de hormigón, salvo quien debe despachar la colación en el «tuper» antes de volver al trabajo. Pero todo eso a la alcaldesa le da igual. Su materialismo neocomunista nada tiene de humanista. Colau pretende que la realidad se adecue a su rígido molde colectivista barnizado de ecologismo, antifascismo, feminismo e igualitarismo.

Si se le ataca, lo atribuye a unos poderes fácticos que la odian por defender a los barceloneses de a pie. Si nos quisiera tanto como asegura; si promoviera de verdad la democracia directa como proclamaba –ella, que apoyaba el «volem votar» nacionalista–, habría trabajado los consensos para desarrollar un proyecto tan polémico como el tranvía de la Diagonal: Janet Sanz, la que celebró que chapara Nissan y tres mil trabajadores fueran al paro, anuncia para marzo unas obras que colapsarán la avenida casi dos años.

Si a Colau le preocuparan los barceloneses, a quienes nunca visitará en sus domicilios, habría compartido con los vecinos de la Meridiana alguna de las 669 noches de cerco separatista. Consultaría a la ciudadanía sobre el grado de aceptación de las «supermanzanas». Sabría que en el Distrito @22 no están muy contentos: la supermanzana acabará en desolado paisaje de oficinas. Tampoco Sant Antoni es para tirar cohetes: suciedad, inseguridad y gentrificación. O que su plan de movilidad en el Raval, para restringir el vehículo privado, demuestra que el remedio municipal se está revelando peor que la enfermedad: cunde la sensación de que, en lugar de solucionar los problemas de los barceloneses, el laboratorio populista los usa de cobayas.

Mientras, el socio Collboni sigue de pagafantas y la oposición es incapaz de articular una alianza transversal por Barcelona. Tampoco parece posible que, como aconsejó José Antonio Acebillo, la sociedad civil digna de tal nombre lleve el asunto a los tribunales: en junio las excavadoras comenzarán a descuartizar el Ensanche.

La derecha catalana nacionalista abominaba de Cerdà porque su plan se aprobó en Madrid y calificaba su cuadrícula de socialista: Domènech i Montaner trazó el recinto de Sant Pau como una cuña para romper la trama del Ensanche; Puig i Cadafalch hizo desaparecer los planos del urbanista…

Lo que no consiguió la burguesía industrial, los bombardeos de 1938 o la voracidad inmobiliaria franquista, ahora lo perpetra una alcaldesa con precaria mayoría y despotismo poco ilustrado. A la Barcelona de Colau, con velocidad de 10 por hora, ya no le debe preocupar Madrid porque Madrid ya está muy lejos: bastante hará con evitar el ‘sorpasso’ de Málaga, Valencia o La Coruña.

Comienza a sonar el runrún de la destrucción. ¿Y los barceloneses? ¿No se indignan?

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