Artes&Letras / Hijos del Olvido

Los otros Hugh O'Donnell

Algunos de los irlandeses exiliados en España que destacaron en la milicia recalaron en tierras castellanas y leonesas, como el ahora famoso «Red» Hugh, Alejando O’Donnell o Joaquín Blake

F. JAVIER SUÁREZ DE VEGA

Siempre recordaré aquel día, bajo el arco de entrada al castillo de Simancas, en que le mostré a mi amigo, el hispanista irlandés Barrie Wharton, el lugar donde murió su compatriota, el legendario caudillo «Red» Hugh O’Donnell. Una historia olvidada que siempre nos fascinó. Ha llovido mucho desde aquel día, cuando éramos unos soñadores universitarios, y, a pesar de algunas loables iniciativas para recuperar su memoria, seguía siendo un desconocido en España.

Aguardaba, paciente, su turno para protagonizar uno de estos artículos. Podría decirse, abusando del símil balompédico, que ya estaba calentando, cuando sucedió lo increíble -a veces los milagros existen-. El empeño de unos entusiastas investigadores en dar con su tumba, con la complicidad del consistorio vallisoletano, lograron su salto a la fama, acaparando titulares en medios patrios y foráneos como la BBC o el New York Times.

Ya no tenía cabida entre los «hijos del olvido». Empero, el suyo no fue un caso aislado, sino una muestra más de un fenómeno, apenas conocido, que tuvo un gran impacto en el devenir histórico de España. Fueron muchos -hasta 150.000 según algunas fuentes- los exiliados llegados, huyendo de la guerra y la persecución religiosa, entre los siglos XVI y XVIII. La católica España fue su destino predilecto por múltiples razones. Muchos no volverían a ver las brumosas costas de Hibernia: ellos y sus descendientes se convertirían en españoles.

Algunos son aún reconocibles por sus inconfundibles apellidos, incluso a pesar de la mímesis fonético-ortográfica sufrida, como el caso del último gobernador español de Méjico, el general sevillano Juan O’Donojú, castiza mutación del original O’Donnohue. Otros muchos se camuflaron para siempre entre la vieja progenie ibérica, bien porque sus apellidos originales existían en ambos países -como Moran o Mayo (por el condado irlandés homónimo)-, bien porque, al naturalizarse, adoptaron apellidos locales o castellanizaron los suyos. Así, consta un McCrath que tomó el apellido Castro, la saga de los White trocó en la de los Blanco, y una legión de apellidos se adaptó de mil maneras a la lengua de Cervantes: los Begg se convirtieron en Vega, los Fitzgerald en Geraldino, o los O’Meara en Humaran. De modo que, sin sospecharlo, puede que en el amalgamado cóctel hemático que corre por nuestras venas el porcentaje de sangre irlandesa sea más alto de lo que pensábamos.

Desde el primer momento destacaron en un terreno: el de la milicia. Con estas palabras eran retratados, en 1598, los que luchaban y morían en Flandes por el rey de España: «son gente dura y fuerte y ni el frío ni la mala comida (los) matan fácilmente como harían con los españoles, ya que en su isla, que es mucho más fría que esta, están casi desnudos, duermen en el suelo y comen pan de avena, carne y agua, sin beber nunca vino».

Las victorias inglesas provocaron varias oleadas migratorias de los legendarios «gansos salvajes», como se conoció a los militares irlandeses que sirvieron en otros ejércitos, en especial el español, donde hasta cinco regimientos se formaron en exclusiva con ellos: Ultonia, Irlanda, Waterford, Hibernia y Limerick.

Verdaderas sagas militares -algunas aún perduran- alcanzaron lo más alto del escalafón, también en la política. Ambrosio O´Higgins llegó a ser virrey del Perú y gobernador de Chile. Alejandro O’Reilly lo fue de la Luisiana. Apodado «el sangriento» por los levantiscos colonos franceses que no aceptaban la nueva autoridad española, partiendo de Nueva Orleans, les dejó claro quién mandaba a orillas del Misisipi.

También despuntaron en otros ámbitos. Victoria Kent, descendiente de emigrantes, fue la primera directora general de prisiones y dejó una huella indeleble en la historia del penitenciarismo español. Y, por supuesto, en el terreno religioso. Con el patrocinio regio se fundaron influyentes colegios irlandeses. El más importante fue el de Salamanca, cuya última sede estuvo en el Colegio Fonseca.

Algunos, de la estirpe de «Red» Hugh, tuvieron vínculos con nuestra tierra. Como Alejandro O’Donnell, coronel al mando del «Imperial Alejandro», curioso regimiento creado por el zar, con sede en Valladolid tras volver de Rusia. Con solo 14 años, ingresaba en él como subteniente su sobrino Leopoldo, futuro Duque de Tetuán y presidente del Consejo de Ministros.

Otros se quedaron aquí para siempre, como el general Joaquín Blake, héroe de la Guerra de la Independencia, regente y fundador del Cuerpo de Estado Mayor. En este caso, su solitaria tumba, en la vallisoletana iglesia de El Salvador, aguarda la visita de quien quiera «descubrirla».

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