Artes&Letras / Hijos del Olvido

Segovia es La Habana con... más alero

Isabel de Bobadilla sustituyó a su esposo, el conquistador Hernando de Soto, como gobernadora de Cuba, cuya capital aún la recuerda con una estatua popularmente conocida como «La Giraldilla»

NIETO

Escribe el francés Michel Chevalier a mediados del XVIII: «¡Qué grandeza, qué arrojo el de España en el siglo XVI! Jamás vio el mundo energía, actividad y fortuna semejantes. Para los españoles no había obstáculo en los ríos, en las montañas ni en los desiertos. Juntábanse unos cuantos, creaban escuadras, conquistaban imperios, y fundando ciudades discurrían el modo de unir los mares y los climas. Diríase que eran de procedencia de gigantes ó de semidioses». A lo que Cesáreo Fernández Duro, en su obra La mujer española en Indias, añade: «Eran (aquellos españoles) hijos de tales madres… Mandaban las mujeres porque tenían dotes para ello, y no tanto en valor, así fuera temerario, cuanto en penetración, firmeza o ductilidad oportunas, y en elevación de miras».

Aquel siglo de grandes hombres fue también hijo de grandes mujeres. Lo fue, en lo político, de nuestra reina La Católica; y en lo literario se vio barrido por ese vendaval llamado Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada (¡qué buenas abanderadas del feminismo patrio!). Pero estos dos nombres resuenan solitarios sobre el acorchado eco con que la Historia ha enmudecido el de otras como María de Toledo, gobernadora y virreina de las Antillas; Juana de Zárate, titulada como «Adelantado de Chile»; Isabel Manrique o Aldonza de Villalobos, ambas gobernadoras de la Isla Margarita; Beatriz de la Cueva, regente de Guatemala por elección de su Cabildo; o Isabel de Bobadilla, la única gobernadora que ha tenido Cuba en su historia.

Era mujer de «gran saber é Bondad, e de muy gentil juicio y persona», al parecer del Inca Garcilaso

La de Isabel de Bobadilla iba para historia típica de una dama de noble familia. Fruto entrañado de una homónima Isabel y del «Gran justador» Pedrarias de Ávila, señor de Nicaragua y verdugo de Núñez de Balboa, Isabel o Inés, como la llamarían cariñosa y domésticamente, había nacido en Segovia hacia 1505. Educada en aquella corte castellana aún bajo el influjo isabelino, en 1537 se casó con el conquistador Hernando de Soto, que había correteado el Perú junto a Pizarro. Unos meses después embarcaba, en pos de su marido, hacia la Perla del Caribe. Soto iba a sustituir a Gonzalo de Guzmán como gobernador y, al poco de su toma de posesión, trasladaría la capital a San Cristóbal de La Habana, la sexta ciudad fundada por Diego Velázquez de Cuéllar. Soto era uno de aquellos hombres embriagados por la leyenda de las ciudades auríferas y los descomunales tesoros, y frente a la nueva capital cubana, al otro lado del mar, intuía un nuevo Dorado, esperándole. A poco más de doscientas millas náuticas se arrellanaba La Florida, tierra de promisión en el imaginario sotiano.

Isabel era mujer de «gran saber é bondad, e de muy gentil juicio y persona», al parecer del Inca Garcilaso. Bella, diríamos hoy. Quizá no tanto como su hermana Leonor, cuya extrema beldad debía de pasmar a quien la contemplaba, pero sí de la fina estirpe de las Bobadillas, de las que un cronista requebrador afirmara: «¡Oh, las Bobadillas! Ellas solas dieran materia para un buen libro».

Soto marchó a la conquista de La Florida en 1539, y al frente del gobierno dejó a su esposa, auxiliada en Santiago y su comarca por su predecesor Gonzalo de Guzmán. Y bueno, rayano en lo memorable, debió de ser el gobierno de aquella segoviana juiciosa para que hoy siga siendo su imagen enseña de los habaneros y visita obligada de cualquier cubano o externo.

«La Giraldilla»

La leyenda cuenta que murió de pena al saber de la muerte de su marido. Quizá eso contribuyera a que un siglo después, el almirante Juan de Bitrián y Viamonte, gobernador entre 1630 y 1634, ordenara fundir una estatua conmemorativa dedicada a la dama. La pequeña figura sería instalada en la girola, sobre el alero, que corona el Castillo de la Real Fuerza, mandado iniciar en tiempos de la propia Isabel. El lejano y enteco parecido de aquel pináculo con el que corona la torre de la catedral de Sevilla, puerto de entrada y salida hacia Las Indias en aquellos siglos, debió de inducir el nacimiento de un hipocorístico familiar. Y, ya fuera por metonimia, sinécdoque o simple y extraña ósmosis, comenzaron a llamar a la estatua de la gobernadora «La Giraldilla». Nombre que hoy cualquier viajero avisado asocia con la ciudad de colores gastados, de esperanzas atardecidas y de sones cálidos para el alma visitante y nutricios para el cuerpo habanero. La Habana es Segovia… con más negritos.

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