Artes&Letras / Hijos del Olvido

Escribiréis, pero no reescribiréis

El abulense Luis Portillo creó el mito en torno al enfrentamiento del «venceréis, pero no convenceréis» y el hispanista Hugh Thomas lo perpetuó al convertir una fuente literaria en fuente histórica

NIETO

FERNANDO CONDE

Elija usted el que prefiera: no dejes que la verdad te estropee una buena noticia; si non è vero, è ben trovato; o la Historia nos cuenta cómo fue. Una historia, cómo debería haber sido (Alfred Andersch). Elija, porque cualquiera de estos tres asertos podría aplicarse con precisión a lo ocurrido el 12 de octubre de 1936 en el paraninfo de la Universidad de Salamanca.

La película de Amenábar ha vuelto a poner de actualidad el enfrentamiento entre Unamuno, rector eterno de la casa, y el general Millán Astray, héroe militar de Filipinas y Marruecos. Los contendientes en aquella pelea dialéctica encarnaban la pareja perfecta para elaborar un mito, de cuya arqueología da fe un reciente libro del historiador y bibliotecario Severiano Delgado.

Con tan antónimos protagonistas resultaba fácil elaborar un relato en el que la razón intelectual venciera a la razón militar, la palabra fina a la metralla gruesa y la recreación interesada a los hechos ciertos. Para ello sólo hacía falta coger los ingredientes del guiso y ordenarlos convenientemente, poniendo y quitando aquello que sin duda contribuiría a darle no sólo más sabor, sino -mucho más importante y apetecible- el sabor deseado. Se trataba de cocinar un plato al gusto de quienes perdieron la guerra para acabar ganando el futuro, al menos propagandístico.

De lo sucedido esa mañana en la universidad salmantina guardamos sólo unos pocos testimonios presenciales. El del político Eugenio Vegas Latapié y el del psiquiatra José Pérez López-Villamil (que a la sazón lo era del propio Millán Astray) son los más interesantes. Sin embargo, ambos testimonios verían la luz -por persona interpuesta, además- muchos años después de que el suceso se hubiera asentado ya en el imaginario colectivo del pueblo español.

Pero, ¿quién creó el mito? Para esa pregunta hay dos nombres. El primero, el del profesor abulense Luis Portillo, artífice del mismo; el segundo, el de un por entonces bisoño historiador llamado Hugh Thomas, que en su The Spanish Civil War (publicada no casualmente por Ruedo Ibérico, en 1961) se encargó de perpetuarlo al convertir una fuente meramente literaria en una fuente histórica. Pero, veamos.

El editor de la revista Horizon, Cyril Connolly, había conocido a Portillo a través del también exiliado y escritor Arturo Barea. A oídos de Portillo, a través de la prensa francesa afín o de algún cronista cercano, habían llegado ecos de un supuesto enfrentamiento verbal entre su amigo Unamuno y el mutilado general africanista -enfrentamientos que, por otra parte, estaban a la orden del día y no paraban en la palabra, como demuestra la pistola con la que dos años antes el socialista Prieto había encañonado al ‘cedista’ Jaime Oriol en el mismísimo parlamento-. Así que la propuesta de Connolly de escribir un relato sobre la guerra civil española llegaba a tiempo. Le permitía a Portillo rendir homenaje a ese Saulo bilbaíno, desmontado brutalmente de su breve cabalgadura a lomos del militarismo de raíz cristiana que Franco decía defender frente al albedrío comunista y republicano.

De lo sucedido esa mañana en el paraninfo sólo guardamos unos pocos testimonios presenciales

Su texto (traducido del inglés) comienza así: «El salón ceremonial de la Universidad de Salamanca es un espacio amplio, usado sólo en ocasiones formales, solemnes, austeras. De sus paredes cuelgan tapices. A través de los enormes ventanales entra un torrente brillante de luz iridiscente que profundiza el ámbar resplandor de los zócalos centenarios…»

A juzgar por la ampulosidad del arranque, es evidente que Portillo -un buen escritor y sonetista, por otra parte- no pretendía elaborar una crónica fiel, sino simplemente llevar a cabo una recreación del episodio y, sobre todo, contar una fábula con moraleja: la del bien que triunfa sobre el mal. Con la salvedad de que en aquella fábula portillana no había prosopopeya, sino personas con larga y marcada biografía. Y quizá todo hubiera quedado en ese terreno, el de la fábula felizmente narrada, de no haber mediado la mano de Thomas, adobado después con esa patente de corso que otorga el marbete de «hispanista».

Fue Thomas quien consciente o inconscientemente convirtió en fuente histórica el relato mítico de Portillo. Y así, con elisiones poco escrupulosas, prohijó las palabras de éste para acabar convirtiéndolas en «traducción literal del discurso de Unamuno». Lo que era históricamente falso.

Sí es, en cambio, históricamente cierto que los franquistas vencieron, pero no convencieron. Y también que Unamuno tenía razón: porque escribiréis, pero no reescribiréis… la Historia. «He dicho».

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