Sonorama

Un festival pandémico. Día 2: «Ánimo, valiente»

En torno a 4.800 personas llenan el recinto del Sonorama en una segunda jornada en la que se han reforzado los efectivos de seguridad

Clara Nuño

Clara Nuño

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La plaza del Trigo, que es más un cruce entre dos calles empedradas que una plaza, se pone hasta reventar. Sobre todo, el jueves y el viernes por la mañana; con el sol bien arriba y dos operarios, a modo de bomberos, rociando a la multitud con agua a presión desde los balcones. Es el lugar más famoso del Sonorama porque al fondo, justo delante de una tienda de chucherías, se coloca el escenario más pequeño de todos: abierto a la ciudad, al público en general. Es el epicentro del festival, donde muchos grupos nacionales han cogido impulso . Pero este año no, es sólo un cruce de caminos, transitado por algún que otro despistado con un cachi de cerveza en una mano y una pistola de agua en la otra.

No hay escenarios en los bares, no hay música de manera oficial, ni grupos de amigos engullendo un montón croquetas recién hechas que se amontonan dentro un vaso de plástico. Es un día de verano normal en Aranda de Duero, en el que pequeños corros se reúnen en torno a las terrazas a tomar el vermouth. Se puede adivinar que se está en medio de un festival porque hay muchas camisas con estampados de flores y animales. Demasiadas para ser una coincidencia, pero es la única pista.

DIEGO SANTAMARÍA

A media tarde, mucha gente sube al recinto a pie, unos pocos deciden esperar al pequeño autobús puesto a su disposición. Al llegar, se percibe que han reforzado la seguridad, en comparación con el día anterior, después de expulsar durante un rato a un par de chavales que, excitados, montaron algo de bulla durante el concierto de ‘Los Zigarros’. Todo parece estar en calma. Sólo falta una cosa: una fuente donde la gente pueda beber agua en plena ola de calor sin tener que pasar por barra cada vez que necesita hidratarse.

Una vez dentro, hay una cosa que llama mucho la atención; por primera vez los conciertos no son el atractivo principal para el espectador: es el ambiente. Muchos se quedan detrás, en las zonas de consumo bebiendo y charlando, con la música como acompañante lejano. En ninguno se llenan todas las butacas, pero a los artistas, veteranos en el festival en su mayoría, no parece importarles y se marcan unas actuaciones más que solventes ante las casi 4.800 personas que merodean por allí.

Atardecer eléctrico

‘Delaporte’ ameniza un atardecer eléctrico en una hora en la que aún hay que tener valor para sentarse bajo el sol a casi cuarenta grados, pero a nadie parece importarle y se sacuden brazos y cabezas perlados en sudor. Luego llega ‘Amaral’, que da un espectáculo vibrante y lleno de energía, dando su concierto más espectacular desde que se subieran por primera vez al tablado arandino diez años atrás. Y es que interpreta gran parte de sus canciones viejas, las que todo el mundo se sabe, las que hacía tiempo que no se escuchaban en directo, como ‘Revolución’ o ‘Marta, Sebas, Guille y los demás’ y cierra con ‘Hacia lo Salvaje’, mezclando el riff final con el himno de Paco Ibáñez: ‘A galopar’. Juan Aguirre, por supuesto, lleva calada su sempiterna gorra de tweed .

‘León Benavente’, por su parte, da un concierto de rock con un irónico y entregado Abraham Boba a la cabeza: «No son las condiciones idóneas para un concierto, pero agradecemos mucho que estéis aquí», afirma en un punto del concierto para añadir que van a tocar una canción prepandémica; ‘Ayer salí’. La gente ríe y aplaude, alguno se levanta de la silla y sus amigos tiran de él hacia abajo: siéntate. Pero la cosa marcha bien, interpretan ‘La canción del duelo’, ‘Tipo D’, ‘Ser Brigada’ o la canción con la que despegaron años atrás en una plaza del Trigo: ‘Ánimo, valiente’.

DIEGO SANTAMARÍA

Es ‘Arde Bogotá’, el grupo neófito, el que cierra la segunda jornada. Son los nuevos y se nota porque están muy emocionados y se deshacen en palabras de gratitud. Ellos serán los que reparen en una figura que lleva toda la tarde ahí, en un altillo junto al escenario. Una mujer que lleva un vestido negro sin mangas y un moño alto recogido en la nuca: la traductora al lenguaje de signos que ha interpretado todos y cada uno de los conciertos de la tarde.

Acaban los ‘Arde’ su concierto y son casi las dos de la mañana y las luces se apagan y desde seguridad empiezan a desalojar las zonas del recinto. La gente se arremolina fuera y una mujer se acerca, decidida, hacia un contenedor amarillo, el del plástico. Abre la tapa, mete el brazo hasta el fondo, saca una enorme pistola de agua, la recarga y se va ante los atónitos ojos de los presentes que, poco a poco, bajan a una ciudad que está dormida. Al menos en apariencia .

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