Un festival pandémico. Día 1: Intenta no bailar

Un total de 4.200 personas se congregan en la primera jornada de la 24 edición del Sonorama Ribera, en Aranda de Duero

Clara Nuño

Clara Nuño

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Le llaman la nevera de España, quizá con cierta socarronería, pero lo cierto es que en Burgos siempre acecha el frío y tu abuela te dirá que, si vas al Sonorama, te eches una rebequita a la mochila, que en agosto refresca por las noches y se te van a congelar las canillas. Pero este año no: hará mucho calor y no será el único cambio.

El primer día siempre es el de aterrizaje y Aranda de Duero suele estar revuelta en un maremágnum de camisetas hawaianas, faldas y purpurina. Por eso llama tanto la atención el silencio: no hay nadie. Al menos en apariencia. Sólo un bar, en el corazón de la urbe, donde se arremolina un grupo de adolescentes, con altavoces y garrafas llenas de calimocho. El resto es extrañamente normal hasta que se enfila la carretera larga, cruzando el puente, que desemboca en el recinto del festival. En el camino, un desigual goteo de peregrinos con ropas de colores. Al fondo, un escenario grande que resalta entre los edificios de un polígono industrial.

Y ahí entonces ya sí; está la gente que primero se amontona entre amigos, coches y neveras y luego se ordena, en filas, para entrar en el perímetro. Un lugar que casi parece una base en la que cada cual está confinado en una zona concreta. No puedes salir de tu área, sólo para irte del todo. Pero está bien, a nadie parece importarle .

Diego Santamaría

Los conciertos se suceden uno detrás de otro, con puntualidad y rapidez. Y la gente al principio está sentada en un mar de sillas de plástico blanco, que recuerdan a las que sacan las señoras a la puerta de su casa al atardecido, para estar, para compartir. Porque eso es un poco lo que ocurre; se comparte música. Se intenta no bailar. Algunos lo consiguen mejor que otros. Y los músicos, divertidos, no ayudan a que reine la calma. El Kanka, con su guitarra guasona, canta que tiene «el alma en cuarentena y roto el cuerpo» y el público lo corea con mucha más fuerza de lo que lo hacía antes de 2020. Antes de todo.

Sidonie, por su parte, entra a matar, a pasárselo bien. Quieren que las cosas sean como ayer, quiere, dice Marc Ros, volver a chupar las caras de la gente: «¿Volveremos a la normalidad?, yo creo que sí, quiero meter la lengua» y entonces rugen las letras de ‘el Incendio’, ‘Fascinado’, ‘Maravilloso’, o ‘Un día de mierda’, con muchos guiños a un pasado que se resiste a serlo del todo. También defienden a Zahara y su cartel (ella, virginal, con una banda que le cruza el pecho con la palabra ‘puta’) que promociona un concierto en Toledo y ha sido criticado desde la esfera política. Ovación enardecida. Esta noche, en Aranda, las bestias se quedan sin cenar ante 4.200 espectadores .

Viva Suecia son los que levantan a la gente de sus asientos, un par de veces, rápido y fugaz, como la taquicardia que casi asalta a los hombres de seguridad. Las sillas se tambalean y alguna se parte. Hay risas, hay abrazos, hay música y algún que otro danzarín animado que se levanta, se sacude y se vuelve al sitio en cuanto su mirada se cruza con la del segurata. Porque bailar sentados no es bailar. Pero casi.

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