ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

La tierra

«Estos días de ver a personas atrapadas en sus ratoneras me acuerdo de mi abuelo y de los muertos porque la tierra son los muertos. En ellos nacen las raíces que nos mantienen vivos»

Labrador manchego, de López Torres

POR MARTÍN SOTELO

Llegaron a La Sagra desde el Norte. Cuadrillas de jornaleros para segar y recolectar los campos castellanos. Entre ellos se encontraba un hombre lobo, Romasanta. También se encontraban mis antepasados maternos.

Aunque eran temporeros, muchos ya no regresaron a su Galicia natal. Romasanta, buhonero lunático, recorrió estos caminos en busca de presas, hasta ser detenido en Nombela (Toledo). Otros se casaron con las lugareñas. Y así, aquí, nació mi abuelo.

Desde pequeño se dedicó a labrar, sembrar, segar y recolectar la tierr a. A los veinte años se quedó sin padres. Su madre, comadrona, aficionada a la bebida, murió joven, encerrada en casa, mal vista en el pueblo por saber demasiados secretos de alcoba.

Poco después de la pérdida de sus padres, conoció a mi abuela , que era la mayor de cuatro hermanas, a cuyo cargo estaba, pues también ella, a los trece años, había perdido a su padre, muerto de tuberculosis. Se casaron y tuvieron tres hijos : dos niños, el primero muerto a los dos años de una pleuritis, el segundo nacido pocos meses antes de la guerra civil, y dos niñas, una nacida en el año del hambre y la otra mi madre , a quien también se le murió su primer hijo al poco de nacer.

El estúpido siglo veinte les regaló una primera guerra, una epidemia de gripe con millones de muertos , hambrunas, la venida de la república, la quema de los conventos, la desaparición de la república, una guerra civil, una segunda guerra, una posguerra, más hambrunas, una dictadura. Y, cada día, el sol impasible sobre sus cabezas y una tierra dura y agrietada como los rostros de quienes la trabajaban. Tanta desgracia les enseñó que todo es frágil, que no hay garantías de nada , que en cualquier momento todo se puede ir a hacer puñetas. Les enseñó, en definitiva, a valorar la vida, a no ser ingratos y a bailar cada pasodoble en la plaza del pueblo como si fuera el último.

El marqués -dueño de las tierras- consideraba a mi abuelo un hombre responsable, trabajador y en quien se podía confiar a carta cabal. Sólo a él le dejaba dormir en la finca, al cuidado de las mulas, para que nadie se las robara. Un día el marqués le ofreció convertirse en capataz. Mi abuelo se negó . Que él no sabía mandar a nadie, dijo. También le ofreció una gran casa, aquí en el pueblo o quizá le gustara más un piso en Madrid. Mi abuelo volvió a rechazar el ofrecimiento. Prefería seguir habitando su modesta casa, porque en ella tenía todo lo que necesitaba para no depender de nadie: una nave al fondo donde guardar los aperos de labranza y criar patos, gallinas y conejos, un pequeño patio donde plantar tomates y ver posarse los pájaros y una puerta que, cerrada, significaba estar a salvo de marqueses, capataces y mesías y, abierta, salir al aire, al sol, al cielo, al campo que siempre lo alimentó.

No tenían nada pero eran libres porque eran conscientes de haber luchado para tener todo lo que tenían: lo necesario. Ahora tenemos todo y vivimos presos porque nunca tenemos bastante.

Estos días de ver a millones de personas atrapadas en sus ratoneras, por las que hipotecan sus vidas, dependientes de que funcione el botón del ascensor para poder pisar la calle y ver un trozo de cielo , saliendo al balcón a gritar que se aburren o sacando los brazos por entre las rejas de las ventanas para aplaudir, me acuerdo de mi abuelo y de los muertos. Porque la tierra son los muertos. En ellos nacen las raíces que nos mantienen vivos.

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