ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Entre mujeres

«Todo se lo debo por entero a ellas, la generosidad, la confianza y el calor que me brindaron en la infancia»

FOTO: J.RODRÍGUEZ RUBIO

POR MARTÍN SOTELO

Cuando era pequeño, mi madre me amenazaba con que el lechero me iba a llevar con él, allí con las vacas, si no comía. Por aquel entonces, el lechero recorría el pueblo con una furgoneta blanca, vendiendo la leche de puerta en puerta. Llegaba sobre la hora de comer. Sentado a la mesa del comedor, lo escuchaba alzar la voz aposta, para meterme miedo: «¿Come o no come? Porque como no coma me lo voy a llevar conmigo y lo voy a dejar allí encerrado con las vacas».

Por mucho que dijera el lechero, yo sabía que mi madre nunca permitiría que nadie me encerrara en una cuadra . Así que comía como siempre, deprisa y mal, deseando acabar cuanto antes para irme a la calle. Había demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo comiendo.

En aquellos años, las puertas de las viviendas aún se dejaban abiertas. Bastaba empujarlas para entrar. Pasaba más tiempo en las casas de las vecinas que en la mía . Salía de una para meterme en otra. Puerta del vecindario que veía entornada o abierta, umbral que traspasaba. Nunca salía de vacío. La Mari podía darme un balón, la tía María, una onza de chocolate, la Tere, juguetes, la tía Lucia, una bicicleta , y aunque no me dieran nada siempre salía contento, después de los achuchones y los alhaja que me dedicaban: me comían a besos, me daban lo que más me gustara de la despensa, me metían por todas las habitaciones enseñándome esto y lo otro, me contaban achaques, rencillas familiares o la historia entera del muerto por el que tocaban las campanas.

Los hombres, por el contrario, eran esos seres callados, molestos, que andaban por ahí estorbando, con los que uno nunca sabía de qué hablar y que si estaban era mejor dar media vuelta y marcharse por donde habías llegado. Ya en otro momento habría más suerte, cuando no estuviera el marido y la mujer, sola, pudiera decirte: «Pasa, alhaja, y siéntate un rato aquí conmigo, ¿quieres una galleta?» . Y mientras me comía la galleta me enseñaban fotos enmarcadas de cuando se casaron o aquella otra del hijo que se fue a Madrid y ya nunca más volvió o esas bragas puestas a secar bajo las faldas de la mesa camilla, junto al brasero, que necesitaban un zurcido porque hay que ver, hijo, lo rápido que se aflojan las bragas con los trajines.

Todo lo valioso que he aprendido en esta vida lo he aprendido de ellas . Mi abuela Casimira y su ruego (Cuidado, niño, que me vas a tirar) cuando venía a mi casa, ya enferma y con las piernas mal, y yo me lanzaba corriendo hacia ella. Mi tía Juana y su consejo de que me sacara la potota cuando alguna despistada me confundiera con una niña, la contundencia con que me cepillaba el pelo (¡Ven aquí que te atuso!), su humor negro al tratar la muerte y sus interesantes cotilleos (ya me gustaría a mí escribir como habla ella). Las vecinas azuzándome con olés y olés cuando me oían cantar a grito pelado en el patio (Ellos las prefieren muy, muy gordas, gordas, gordas, super gordas, gordas, gordas y apretás), sus regalos, sus atenciones, sus agasajos. Mi madre y sus voces, su sensibilidad, su ternura , su dureza, su inteligencia, sus ataques de risa en los peores momentos.

Algunas ya murieron, otras siguen vivas pero cada día más achacosas , tambaleantes cada vez que remontan con dificultad el bordillo de la acera, o con la cabeza tan perdida que ni me reconocen cuando las saludo. Pero, lo sepan o no, t odo lo que haya en mí de social y artista, de curiosidad y lucidez, se lo debo por entero a ellas , a la generosidad, la confianza y el calor que me brindaron en la infancia.

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