ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Caligrafía materna

«Llenó cuadernos enteros de líneas vividas por su padre, poniendo por escrito lo que él sabía y había practicado toda su vida»

POR MARTÍN SOTELO

Después de que mi padre saliera del hospital, donde estuvo ingresado un tiempo por caérsele en el trabajo una pared encima, tanto él como mi madre empezaron un peregrinaje por distintos pueblos haciendo cursillos del INEM. Uno de ellos, sobre Técnicas de plantación y siembra, se impartía en el colegio viejo de Seseña . El profesor, ingeniero agrónomo, procedente de Madrid, era alto y rubio, atractivo y tímido. El alumnado estaba compuesto por nueve mujeres y un solo hombre: mi padre.

En clase, mi padre se sentaba junto a mi madre, sin hacer nada, pasando de todo. No escribía ni tomaba apuntes. Mi madre le afeaba la desgana. No sé cómo no te echan, le decía. Te van a llamar la atención. Haz algo. Él se encogía de hombros o hacía como que hacía, pero en realidad no hacía nada. Y si anotaba algo en su libreta era aún peor: lo escribía todo al revés. Mi madre, en cambio, se aplicaba con la misma responsabilidad y paciencia con que mi abuelo, su padre, se dedicaba a las faenas del campo . Ella, que no pudo estudiar, dibujaba cada letra con una bonita caligrafía, sin cometer las bochornosas faltas ortográficas que hoy cometen los universitarios entontecidos de másteres. Así, sin saberlo, llenó cuadernos enteros de líneas vividas por su padre, poniendo por escrito lo que él sabía y había practicado toda su vida sin necesidad de que nadie se lo explicara.

Leer hoy el cuaderno de mi madre es como leer la biografía de mi abuelo. Riego, germinación, semillas, raíces, semilleros, labores de cultivo, fotosíntesis. En cada letra trazada, en cada palabra, sembraba el germen del esmero , la prolongación de las raíces de las que surgimos, tan parecidas a las neuronas de nuestro cerebro, gracias a las cuales podemos concluir la semejanza entre lo que, oculto, da vida, y lo que, a la vista, muere.

Las clases prácticas se impartían en los enormes invernaderos de camino a Aranjuez , situados a ambos lados del puente de piedra sobre el río Jarama, ya desaparecidos.

Era el año 88. Yo tenía seis años. Mi abuela Casimira acababa de morir. Mi abuelo Paulino se quedaba al cuidado de nosotros, de mi hermana y de mí, mientras mis padres iban a sus clases. Algunos fines de semana nos llevaban a los invernaderos, para que los viéramos. Hacía un calor húmedo, pegajoso . Había muchos mosquitos. Las plantas estaban hermosas, pletóricas, relucientes. Me gustaba el ruido del motor de agua al encenderlo, era como despertar un corazón que bombeaba vida, gracias al cual todo podía seguir su curso natural.

Uno de esos días, ya anocheciendo, posado sobre una piedra al fondo del invernadero, medio oculto entre la vegetación, vi un búho enorme . Me quedé parado a un par de metros, sin querer moverme por si se asustaba. Se me quedó mirando fijamente , con sus ojos redondos e hipnóticos. Fue la primera vez que tuve conciencia de mí mismo. No gracias al espejo de casa, sino a los ojos de un búho, de un ser vivo, que había aparecido de repente, como surgido de la nada, y que estaba donde no tenía que estar pero que me miraba, inquisitivo, como si fuera yo el que no estuviera en su lugar. Fue como verme desde fuera de mí, a través de la conciencia del mundo, resonando a un tiempo, el búho y yo, en un mismo latido salvaje. Quise llamar a mis padres para que vinieran y vieran lo que yo estaba viendo, pero temí asustar al búho y no lo hice. Seguí mirándolo, y él a mí, petrificados los dos , como si el tiempo se hubiera detenido de repente, y en la inmensidad de sus ojos pude ver a mi madre, en el patio de casa, conversando con las plantas , y las plantas, agradecidas, alzándose en busca de la luz del sol con la misma libre inercia desesperada con que el búho levantó el vuelo buscando la noche.

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