ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO
El lejano oeste
«El tren frenó unos minutos después y me bajé de un salto en una antigua estación abandonada y polvorienta»
A Francisco García Pavón, in memoriam
Enero del año 2000. Había empezado la carrera en la Complutense pocos meses antes y me levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana para poder llegar a tiempo a la primera clase.
Una tarde, a la vuelta, me pudo el sueño nada más arrancar el cercanías (o lo que yo pensaba que era el cercanías) y me quedé dormido leyendo un Plinio que acababa de comprar en la Cuesta de Moyano. Al despertarme sobresaltado, comprobé que no reconocía el paisaje. Aquello no era Villaverde (ni alto ni bajo), ni Getafe ni las Margaritas ni nada parecido. Toqué el hombro del viajero de delante para preguntarle por dónde íbamos. Me contestó que acabábamos de pasar Aranjuez. ¿Y adónde iba el tren? Iba a Jaén. Con las prisas, me había montado en un tren que no era el mío . Cogí mis cosas y enfilé el pasillo, tirando de la primera palanca que encontré.
El tren frenó unos minutos después y me bajé de un salto en una antigua estación abandonada y polvorienta, idéntica a las de las películas del oeste. Al apearme me sentí como lo que siempre había querido ser, un solitario y misterioso forastero que llega a un pueblo podrido de corrupción para poner orden . Merodeé por los alrededores de la vieja estación, sin ver un alma. El pueblo se recortaba detrás, al fondo, sobre un promontorio. A unos pocos metros, una señal decía: Villasequilla.
Decidí sentarme en el banco de la estación, esperando que pasara algún tren. Pero, en caso de pasar, debería hacerlo en dirección contraria, así que crucé sobre los raíles y me puse en el otro lado , todo abrojos y campo, sin saber bien dónde colocarme, porque allí no había apeadero ni subidero ni nada. A lo lejos vi venir un rebaño de ovejas. Le pregunté al pastor, un chico joven, moro, si sabía cuándo pasaba un tren de vuelta. Negó con la cabeza, no sé si porque no sabía cuándo pasaba o no me entendía bien. Entonces vi que unos niños en bicicleta me miraban medio escondidos detrás de la estación. Eh, los llamé. ¿Sabéis a qué hora pasa un tren para Madrid? Pero los niños ya habían echado a correr.
Al cabo de un rato, y viendo que la noche se echaba encima, decidí subir la cuesta hasta el pueblo . Estaban celebrando algo, porque había bullicio en la plaza principal. Todos me miraban, recelosos. Parecía ser más importante yo que la Virgen que paseaban. Cerca de la iglesia había un bar. Los pocos clientes se quedaron callados cuando me vieron entrar . Pedí una caña por pedir algo, y le pregunté al camarero si sabía cuándo pasaba el próximo tren con destino a Madrid. El camarero preguntó a su vez a los clientes. Todos se encogieron de hombros. Al cabo, uno de ellos dijo que creía que pasaba uno a las seis y media, pero no estaba seguro. Las campanas de la iglesia acababan de dar las cinco. Me pedí otra caña y sólo entonces caí en la cuenta de que lo mismo no llevaba dinero encima para pagar la consumición . La calderilla me alcanzó pero por los pelos. Usé las vueltas para llamar a mi casa desde el teléfono del bar. Se puso mi madre. Le dije que estaba en Villasequilla. ¿En dónde? Se lo repetí con la esperanza de que lo memorizara. ¿Y qué haces allí? ¿Tienes dinero? Y entonces se cortó la comunicación por falta de monedas. Resignado, volví a abrir mi Plinio («La llanura manchega parece hecha para soportar el cielo en sus bordes lejanísimos. No es naturaleza que sale, que salta. Es tierra que está, que aguanta»), y allí me quedé un buen rato, leyendo («El llanero manchego fue siempre hombre de pensares solos, de gesto inexpresivo…»), mientras apuraba a pequeños sorbos la caña, ya que me debía durar hasta las seis, momento en que b ajé de nuevo a la vía, ya ensombrajada por la noche, la crucé y me puse de nuevo en pleno campo, entre los abrojos, junto al carril con destino Madrid.
Divisé, por fin, después de un rato largo, las luces de un tren.
No me va a ver el maquinista, pensé. Así que estiré un brazo enseñando el pulgar, como quien hace autoestop. No paró . Volví a ver a los niños en sus bicicletas. Y esta vez no se marcharon al dirigirles la palabra. Uno de ellos me dijo que antes habían salido huyendo porque se rumoreaba que rondaba por el pueblo un hombre que secuestraba niños para sacarles los órganos.
Sin saber qué hacer, eché a andar al tuntún, que es la mejor manera de encontrarse. Vagaba por aquellos andurriales, muerto de frío y resignado ya a mi suerte, pensando que en qué hora me había bajado allí en lugar de seguir camino hasta Jaén, porque total, qué más daba, así al menos habría conocido algo nuevo, cuando en una señal de la carretera vi: Huerta de Valdecarábanos, 10 kilómetros. Recordé que allí vivía mi tío Antonio. Había estado en varias ocasiones en su casa antes de que mis padres se divorciaran. Me lo pensé un momento. Pero al final agaché la cabeza y enfrenté la llanura que «sigue detrás, delante y sólo deja imaginar».
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