ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Mis amigos catalanes

«Todos ellos me traen el recuerdo del verano y de lo primeros descubrimientos...luego, la desolación de septiembre, el confeti del adiós»

POR MARTÍN SOTELO

Diciembre es mes de agonías y muerte, como si los muertos se dejaran morir de una vez y para siempre ante la pereza de tener que afrontar el nacimiento de un nuevo año. Pero también diciembre trae vidas que la muerte reúne.

Con motivo del reciente fallecimiento del padre de mi amigo Hugo , viejo amigo de infancia, pude volver a reencontrarme con él, y con su mujer, y con su hija de tres años, y con su madre, a quien después de tantos años tuve el gusto de conocer por primera vez, y con sus tíos, y con su primo Nacho , cuya cabeza pelona y morena descollaba sobre las demás en los pasillos del tanatorio del mismo modo que sobresalía cuando se asomaba de niño a la puerta de mi casa, con un parche en el ojo por culpa del otro vago y su largo brazo que introducía por la abertura superior de la puerta para llegar al pestillo y abrir y entrar sin necesidad de llamar al timbre.

Todo empezó con la abuela de Hugo , cuando le preguntó a mi madre si podía ser mi amiguito , al ser vecinos y de la misma edad, seis años. Ese mismo día Hugo se presentó en mi casa, en donde lo aceptamos como uno más de la familia, hasta el punto de pasar más tiempo en mi casa que en la suya. De padres divorciados, Hugo vivía entonces en Barcelona , con su madre, y venía todos los veranos para estar con su padre, alojándose en la casa de sus abuelos, que es la casa del cura de Esquivias , don Vicente, cura al que aprecio porque me bautizó y me confesó y me entregó el cuerpo y la sangre de Cristo en mi primera comunión con un solo brazo, pues el otro lo tenía en cabestrillo al habérselo lastimado jugando al fútbol en los partidos del colegio entre alumnos y profesores —un alumno con el signo de la bestia marcado entre ceja y ceja le hizo una entrada endiablada—, y porque un día me dio una moneda de quinientas pesetas por ayudarlo a ordenar su biblioteca ; moneda que rápido cambié en los recreativos por otras más pequeñas y cuyo valor alargaría al menos una semana. Porque entonces una moneda de quinientas daba para mucho, y ahora un billete de cincuenta, para nada.

Pero esa es otra historia. O no. Porque a quel día de verano, a mi lado , vistiendo como yo, o yo como él —pantalones vaqueros cortos y camiseta blanca, reloj Casio negro en la muñeca izquierda—, también estaba Hugo cambiando su moneda y luego jugamos a alguna máquina y nos compramos algunas chucherías que nos comimos sentados a la sombra en algún poyo del Paseo, cuando el Paseo aún tenía árboles que daban cobijo. Y allí sentados, comiendo pipas o gusanitos, discutimos si nos íbamos a dar una vuelta en bicicleta o bien continuábamos como estábamos, viendo pasar a las muchachas en silencio , un silencio relacionado con el misterio de que algo empezaba a rebullir dentro de nosotros.

Sus primos llegaban después, para San Cristóbal. También procedentes de Barcelona. Nacho, Alberto, Ana y Juan. Laura y Sergio . Todos ellos me traen el recuerdo del verano y de los primeros descubrimientos, las colillas que cogíamos del suelo, las cáscaras de pipas acumulándose en la escalinata de la iglesia, el balón que se escapaba a la calle o quedaba atrapado en la copa del pino, las bicicletas siempre pinchadas, las escopetas de feria , los puestos de negros, el pulpo y la cazuela y el tablado de la orquesta bajo el que nos metíamos para fisgar a través de las rendijas las bragas de la cantante. Luego, tras la fiesta, la desolación de septiembre, el confeti del adiós. Luego, la vida, es decir, la muerte.

Pero siempre aquellos veranos de infancia y adolescencia que confortan, abren sonrisas y dan calor en noches frías de tanatorio y desvalimiento.

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