Pincho de tortilla y caña
Tres días de octubre
«Sánchez, malherido por el bochorno, impuso su ley»
Sánchez montó en cólera cuando se enteró, todavía en Argel, de que los jueces habían tumbado la orden de su Gobierno de aislar la ciudad de Madrid . Me ha contado un testigo presencial que se lo llevaban los demonios. Masticó unos cuantos improperios y pidió que le pusieran al teléfono al ministro Illa cagando leches. «Illa está en una comparecencia en el Congreso de los Diputados », balbució, amedrentado, el recadero presidencial. La voz de Sánchez, malherida por el bochorno de la contrariedad, impuso su ley sin contemplaciones. «Pues que se levante», bramó iracundo. Illa pidió disculpas a sus señorías y se levantó para atender la llamada. «Los del PP nos la han jugado», resumió el ministro pegado al auricular. Poco a poco, el relato fue cobrando sentido.
La Comunidad de Madrid se había limitado a ejecutar la orden impuesta por el Ministerio de Sanidad sin subsanar, a sabiendas, los errores que la convertían en papel mojado. Al redactarla, los asesores jurídicos del ministro —que Dios nos ampare— se habían limitado a invocar una ley de 2003 que no permite la restricción de derechos fundamentales. Si Díaz Ayuso hubiera estado conforme con la orden recibida podía haber solventado la cuestión invocando , a la hora de ejecutarla, las competencias que le otorga la Ley de Salud Pública del 86 , como ya había hecho en seis ocasiones anteriores, y los jueces no hubieran tenido más remedio que ratificarla. Pero no era el caso. La presidenta madrileña, mejor asesorada que Illa, sabía que se trataba de una orden ilegal y que los jueces no tendrían más remedio que desautorizarla.
La calentura de Sánchez, a medida que iba haciéndose cargo de lo que había pasado, subía de temperatura. El Gobierno había quedado en ridículo y su gran rival en esta batalla de recíproco desgaste por la gestión del coronavirus salía del «round» con los brazos en alto. Inaceptable. Su cabreo alcanzó por fin el punto de ebullición y el ministro Illa, en ese mismo instante, recibió la orden de poner en marcha el estado de alarma . La reacción, dictada a partes iguales por el orgullo y la testosterona, era previsible. El PP la esperaba. Horas antes, Martínez-Almeida le había pedido al Gobierno que no tratara de burlar un pronunciamiento jurídico que dejaba sus vergüenzas al descubierto mediante la adopción unilateral de medidas de fuerza . El objetivo era dejar claro que Sánchez trocaba diálogo por artillería pesada.
Desde ese momento todo se encaminó a reforzar la idea de que los estrategas de Moncloa, despreciando los gestos de buena voluntad de la presidenta madrileña, habían decidido matar moscas a cañonazos. El jueves por la noche, en cuanto se supo que iba a celebrarse un Consejo de Ministros extraordinario para declarar el estado de alarma, los voceros de la Comunidad difundieron la noticia de que Díaz Ayuso había propuesto la celebración de una reunión conjunta de los equipos técnicos de ambos gobiernos. A las 22.15 se dijo que había telefoneado a Sánchez para pedirle una reunión al día siguiente. A las 23.40 se anunció que la entrevista solicitada no se iba a celebrar. A las 11 de la mañana del viernes volvieron a decir que ambos presidentes hablarían por teléfono. Una hora después informaron de que Sánchez se negaba a negociar. La declaración del estado de alarma era inevitable.
La teatralización del disgusto llegó a su cenit. Los actores de la Puerta del Sol se llevaron las manos a la cabeza: «La palabra para describir la actuación del Gobierno es CAOS», «Todo parece indicar que Sánchez quiere evitar la verdadera noticia: la Justicia le ha tumbado», «¡Qué locura, qué locura! ¿Nos quieren confinar como en marzo?». El contraataque de Illa no se hizo esperar: «Hemos llegado hasta aquí porque la presidenta madrileña ha decidido no hacer nada», «la paciencia tiene un límite, no hay más ciego que el que no quiere ver», «podemos cruzarnos de brazos o frenar el virus, y la obligación de cualquier Gobierno con alma es frenarlo». El virus se ha convertido en el canto de una batalla de piedras. Pincho de tortilla y caña a que seremos los ciudadanos quienes acabemos con la frente abierta.
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