Bailando al borde del abismo

Sánchez se enfrenta a la devastadora crisis provocada por la pandemia al cumplirse ahora una década del giro de Zapatero, que se vio obligado a tragarse sus promesas electorales y efectuar un duro ajuste.

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Pedro García Cuartango

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Hay momentos en la historia de una nación en los que se produce un acontecimiento que lo cambia todo. Hoy es la crisis del coronavirus. Hace diez años, el 12 de mayo de 2010, Zapatero dio un giro a su política económica que afectó a la vida de millones de españoles. Estábamos en plena crisis, con más de un 20% de paro, un déficit galopante en nuestras cuentas públicas y un sistema financiero que se tambaleaba por el derrumbe de los precios de los inmuebles.

Aquel día el presidente del Gobierno, que había vuelto a ganar las elecciones en 2008, compareció en el Congreso para anunciar la congelación de las pensiones, el recorte del 5% de los salarios de los funcionarios, la reducción de la inversión pública y la supresión de los «cheques bebé», su gran promesa electoral, entre otras medidas. La opinión pública quedó estupefacta porque, tan sólo una semana antes, Zapatero le había dicho Rajoy que no estaba dispuesto a tocar el gasto público. «Quizás el que está equivocado es el PP. No es una buena opción», aseveró.

Tardaría muy poco en rectificar. Había recibido una llamada de Obama en la que le instaba a abordar un plan de ajuste para sostener el euro, en mínimos históricos tras sufrir el ataque de los especuladores. Y, además, los presidentes de Gobierno del Eurogrupo habían aprobado cinco días antes el rescate de Grecia y un programa de austeridad fiscal que apuntaba a los países del sur, especialmente a Italia y España, dos de las mayores economías de la Unión.

«Son demasiado grandes para caer», dijeron algunos expertos. No cayeron. A diferencia de Portugal, Grecia e Irlanda, España eludió el rescate pese a que la prima de riesgo llegó a superar los 600 puntos ya en la época de Rajoy. Pero Zapatero tuvo que tragarse su programa electoral e iniciar un ajuste al que se había negado. Su estrategia de combatir la recesión con un aumento del gasto no sólo había endeudado al Estado,sino que además no había surtido ningún efecto sobre el empleo. Su rectificación supuso la movilización de unos sindicatos que le declararon la guerra y sirvió para que los ciudadanos tomaran conciencia de la magnitud del desastre.

Pero no todo fueron desgracias en aquel verano de 2010. España ganó el Mundial de Sudáfrica, Shakira ponía de moda el «waka waka» y se inauguraba en Dubai el edificio más alto del mundo. David Cameron derrotaba a los laboristas y se instalaba en el 10 de Downing Street, sin sospechar que seis años más tarde perdería la consulta del Brexit y tendría que renunciar a su puesto.

Entonces era muy difícil de prever que la crisis iba a durar siete años y que cambiaría el mapa político europeo con la emergencia de los populismos y los nacionalismos. Y era altamente improbable que algunos de los partidos que habían sido hegemónicos en Europa desde 1945 fueran a desaparecer en muy poco tiempo. El propio Zapatero renunció a presentarse a su reelección y nombró a Alfredo Pérez Rubalcaba como su delfín en una convulsión del partido sin precedentes desde la etapa de González.

Uno de los acontecimientos que aceleró el declive de Zapatero fue, sin duda, el llamado movimiento de los indignados en mayo de 2011, unos meses antes de las elecciones. Tuvo en buena medida un carácter espontáneo y su seguimiento fue masivo entre los jóvenes. Aunque no había un programa coherente de acción ni una ideología dominante, los ciudadanos que habían salido a la calle expresaron su rechazo al establishment representado por el PSOE y el PP. La crisis estaba en ese momento en su cénit y el desencanto era generalizado. Millones de ciudadanos habían perdido su puesto de trabajo y su confianza en las instituciones.

Las movilizaciones fueron un fenómeno pasajero, pero tuvieron una consecuencia que afectaría al núcleo del sistema: la emergencia de dos nuevas formaciones que pusieron fin al bipartidismo. Ciudadanos surgió como una organización que aspiraba a regenerar la vida política y Podemos como una alternativa al PSOE por la izquierda. Los dos partidos tendrían un impresionante crecimiento en las elecciones de finales de 2015, en las que se visualizó la crisis de un modelo que no había sido capaz de afrontar los retos de la globalización, la desigualdad y el cambio tecnológico.

En el periodo entre el 2008 y el 2012, el PIB español cayó más de un 7%, el paro llegó a superar los seis millones de personas y el déficit presupuestario se disparó a un 11% en el último ejercicio de Zapatero, incumpliendo sus compromisos con Bruselas. Cuando Rajoy llegó al poder tras ganar las elecciones de noviembre de 2011, se encontró con un agujero en las cuentas públicas de 80.000 millones de euros. El Estado estaba en quiebra técnica y la población, asustada por la dimensión de una depresión que nadie había visto venir.

El líder del PP había ganado en las urnas con la promesa de una bajada de la presión fiscal y un programa de reactivación de la economía. Pero la primera medida que tomó fue una subida de los impuestos para recaudar 7.000 millones de euros adicionales. La Unión Europea le exigía un recorte del gasto público de 16.000 millones de euros en 2012 y un plan gradual de reducción del déficit hasta el 3%.

El primer año de Rajoy en La Moncloa fue terriblemente complicado con una economía en caída libre, un fuerte aumento del paro y un incremento brutal de la prima de riesgo. Casi todos los economistas apostaban que España tendría que ser rescatada. Pero eso no sucedió.

Rajoy se vio obligado en 2012 a nacionalizar Bankia, que había salido a Bolsa en la época de Zapatero, sacó adelante la reforma laboral pese a la oposición de la izquierda y los sindicatos e introdujo medidas de contención del gasto. «No podemos elegir entre quedarnos como estamos o asumir sacrificios. No tenemos libertad. Tenemos que hacer lo más difícil», dijo.

El líder del PP logró evitar el rescate, pero tuvo que pedir, contra lo que había prometido, una línea de crédito de la Unión Europea para sanear las cajas de ahorros. El Gobierno se gastó 60.000 millones de euros para evitar la quiebra de Bankia, Bancaja, la CAM, Caixa Cataluña y otras entidades. Ese dinero sólo se ha recuperado en una pequeña parte.

El ajuste no le salió gratis a Rajoy. El barómetro del CIS en enero de 2013 arrojaba que sólo el 30% de los encuestados consideraban que lo estaba haciendo bien o muy bien, un porcentaje menor que los que desaprobaban su gestión. Su valoración fue de 2,4 puntos, la más baja de un presidente en todas las series estadísticas.

Pero, por si ello fuera poco, 2013 fue el año en el que estalló el caso Gürtel, una investigación abierta mucho antes, con la publicación de la lista de cargos del PP que habían cobrado sobresueldos opacos a Hacienda. Poco después se conocería la contabilidad B del partido, con las anotaciones manuscritas de Luis Bárcenas. La corrupción le golpeó a Rajoy en el momento más inoportuno.

El clima político se hizo irrespirable, Rajoy no acertó a dar unas explicaciones convincentes y su crédito político quedó deteriorado. La situación económica, sin embargo, empezó a mejorar gradualmente. Las duras medidas adoptadas comenzaron a surtir efecto, gracias también a la recuperación de los grandes países europeos.

Artur Mas, presidente de la Generalitat, había amenazado desde el verano de 2012 con una movilización popular masiva en favor de la independencia. La relación entre CiU y el PP se fue deteriorando y el diálogo quedó roto porque Mas planteaba unas exigencias inasumibles para Rajoy. En enero de 2013, el Parlamento catalán aprueba una declaración que proclama su soberanía . Tras una escalada de desacatos, en noviembre de 2014, Mas lleva a cabo su consulta, declarada ilegal por el Tribunal Constitucional, y consuma el desafío. Acabará siendo inhabilitado por la Justicia.

Desde ese momento, queda claro que Cataluña se va a convertir en un quebradero de cabeza que cambiará las prioridades del Gobierno. La paradoja es que, a partir de 2014, la situación económica mejora mientras que el problema catalán se agudiza. Ese año, el PIB sube un 1,4% y el empleo aumenta más de un 2%, poniendo fin a la tendencia a la destrucción de puesto de trabajo. El final de la crisis se acercaba, pero el coste social del ajuste se tardaría todavía bastante tiempo en olvidar.

En el verano de 2014, sucede otro hecho histórico: la abdicación de Don Juan Carlos en la persona de su hijo, que es proclamado nuevo monarca sin sobresaltos gracias a un pacto entre Rajoy y Pérez Rubalcaba, el jefe de la oposición, que facilita la delicada operación. Tras seis años de ajustes y fuertes tensiones políticas, el país parece ir recobrando la normalidad.

Pero esa sensación dura muy poco porque en los últimos meses del año la Justicia encarcela a Granados, abre una investigación contra Pujol, detiene a Rodrigo Rato ante las cámaras de televisión y comienzan los problemas de Urdangarin y la Infanta Cristina. La corrupción vuelve a ocupar las páginas de todos los periódicos.

En ese clima de desencanto y desconfianza, Rajoy apura su mandato y convoca elecciones en diciembre de 2015. Su adversario es Pedro Sánchez, que había ganado las primarias a Eduardo Madina en junio de 2014. Pablo Iglesias y Albert Rivera emergen como líderes y adquieren un gran protagonismo en la campaña, impulsados por las encuestas que predicen un importante apoyo en las urnas.

Rajoy vence en esos comicios, pero pierde 3,5 millones de votos. El PP suma 123 escaños, que superan a los 90 obtenidos por Pedro Sánchez, el peor resultado del PSOE desde la Transición. Podemos y Ciudadanos son los vencedores morales, puesto que la formación de Pablo Iglesias se convierte en la tercera fuerza política con 69 diputados y Ciudadanos logra 40. No falta quien subraya que el bipartidismo es el gran derrotado en las urnas, dando por finiquitado el sistema de alternancia de poder que había funcionado durante casi cuatro décadas.

Lo que sucede a continuación es que Rajoy renuncia a ser candidato a la investidura pese a encabezar el partido más votado , lo que le reporta duras críticas en los medios de comunicación. La situación se estanca, dado que sus intentos para obtener una mayoría para gobernar son infructuosos. Ni Sánchez ni Rivera muestran la menor disposición a un pacto de legislatura o a un Gobierno de coalición.

Para salir del impasse, seis meses después, los españoles son de nuevo llamados a las urnas, algo que no había sucedido nunca. Rajoy mejora sus resultados con un 33% de los votos y 137 escaños, pero tampoco obtiene una mayoría parlamentaria. Sánchez insiste en el «no es no». Tras dos campañas electorales en las que el líder socialista se ha mostrado implacable con Rajoy, al que ha tachado de ser un lastre para España, se niega a cualquier pacto.

La crisis estalla en el PSOE en septiembre, tres meses después de las segundas elecciones. La vieja guardia del partido de la época de Felipe González, los barones y un amplio sector de la Ejecutiva maniobran en la sombra para forzar la dimisión de Sánchez. Le acusan de ser el responsable de los pésimos resultados electorales y de haber dado un giro hacia la izquierda, en abierta competencia con Podemos.

Sánchez cede al perder el apoyo mayoritario del Comité Federal, dimite como secretario general del PSOE con lágrimas en los ojos y luego renuncia a su escaño en el Congreso. A partir de ese momento y hasta su victoria en las primarias frente a Susana Díaz y Patxi López, la gestión del partido quedara en manos de una gestora, presidida por Javier Fernández, presidente de Asturias.

La salida de Sánchez facilita la investidura de Mariano Rajoy a finales de octubre de 2016 con la abstención de la mayoría de los diputados del PSOE. Sólo 15 «sanchistas» votan en contra. El mundo empresarial, los mercados y un amplio sector de la opinión pública acogen con satisfacción la formación del nuevo Gobierno que pone fin a casi un año de interinidad, en el que paradójicamente la economía sigue creciendo y las cuentas públicas van recuperando el equilibrio. Sólo el desafío independentista quita el sueño a Rajoy.

El nacionalismo catalán acelera su pulso con el Estado en septiembre de 2017 cuando el Parlament ratifica las leyes de desconexión, que suponen de facto que la legalidad constitucional ha dejado de estar vigente en esa comunidad. El paso siguiente es la consulta del 1 de octubre, en la que se consuma el reto. Unas semanas después, Puigdemont proclama unilateralmente la independencia, mientras el Senado aprueba la aplicación del artículo 155.

Sánchez, que había vuelto a hacerse con las riendas del PSOE en mayo, apoya la suspensión de la autonomía catalana y la destitución de todos sus cargos, contra los que presenta una querella el Fiscal General del Estado. Concluirá con el juicio y condena en el Tribunal Supremo de los principales dirigentes de ERC y del partido de Puigdemont, que huye de España. Fue el único momento de entendimiento entre el líder socialista y Rajoy.

Sánchez se sentía muy seguro en su partido tras su triunfo aplastante en unas primarias en las que había borrado del mapa al viejo aparato que había cerrado filas en torno a Susana Díaz , la presidenta andaluza. Tras su elección por las bases, el PSOE celebra un Congreso en el que el nuevo líder se hace con todo el poder. A partir de su victoria, ya sólo confiará en el reducido grupo de incondicionales que le ha seguido en la travesía del desierto, entre los que figuran José Luis Ábalos, Adriana Lastra y Margarita Robles.

El retorno de Sánchez marca la imposibilidad de llegar a pactos para abordar las reformas que necesita el país. Durante dos años, la tensión entre el presidente del Gobierno y el nuevo líder del PSOE es patente. No hay la menor empatía entre ellos y Rajoy se queja de que Sánchez ni escucha sus propuestas ni acude a sus citas . La relación es imposible, su antagonismo es emocional.

A finales de mayo de 2018 y tras la sentencia del caso Gürtel, Sánchez fuerza una moción de censura en la que Rajoy pierde la mayoría y abandona el cargo que ha ejercido durante seis años y medio. Lo que propicia el giro inesperado es la decisión del PNV, que deja de apoyar al Ejecutivo. Consciente de su complicada situación, el líder del PP, refugiado toda la tarde en un restaurante próximo al Congreso, decide tirar la toalla sin presentar batalla. El 1 de junio Sánchez es investido por un reducido puñado de votos.

Afirma en la investidura que sólo estará en el cargo el tiempo suficiente para convocar elecciones. Y también que será implacable en la lucha contra la corrupción y que expulsará a los dirigentes que hayan eludido el pago de impuestos mediante sociedades instrumentales. Pero no cumple ni una cosa ni otra.

El dirigente socialista pronto deja claro que va a permanecer en La Moncloa mientras Podemos y ERC le mantengan su apoyo. Han pasado casi dos años y hoy sigue al frente del Gobierno gracias a las dos elecciones celebradas en 2019 en las que el PSOE obtuvo una precaria mayoría. Pese a lo que aseguró el pasado verano, el dirigente socialista retiró su veto a Iglesias y volvió a pactar con ERC, aceptando una mesa de negociación bilateral con el independentismo.

Las elecciones de noviembre cambiaron la relación de fuerzas. Los resultados castigaron a Ciudadanos, que pasó a ser un partido irrelevante tras su desastre electoral. Ello forzó a Rivera a dimitir y retirarse de la política. También Podemos perdió un importante respaldo, lo que no le ha impedido convertirse en socio de Gobierno de Sánchez. A lo largo de esta crisis, Pablo Iglesias ha exhibido su poder, reforzando su protagonismo y condicionando las decisiones del primer Ejecutivo de coalición de la democracia.

Si echamos un vistazo hacia atrás, el mapa político de la España de 2020 tiene muy poco que ver con el de hace diez años, los líderes de todas las formaciones han cambiado y Vox ha emergido con una fuerza inesperada. En las últimas elecciones, superó a Podemos y Ciudadanos con holgura. El sistema bipartito de alternancia de poder ha sobrevivido, pero sujeto a alianzas y coaliciones porque ningún partido está en condiciones de obtener la mayoría absoluta.

En mayo de 2010, Zapatero tuvo que cambiar de política para afrontar una terrible crisis económica, traicionando sus promesas electorales. Ahora a Pedro Sánchez le ha tocado gestionar el impacto del coronavirus, algo para lo que, como él ha reconocido, no existe una hoja de ruta. El Gobierno parece sumido en el caos. Ha pasado una década y el PSOE vuelve a estar al frente del timón con la nave en medio de una terrible tormenta. El tiempo dirá si Sánchez logra sobrevivir políticamente a esta prueba a diferencia de Zapatero, sacrificado por su propio partido. Todo está por ver en una situación donde la volatilidad y la incertidumbre convierten en muy arriesgado cualquier pronóstico sobre el futuro.

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