CRÍTICA DE TEATRO

Superar la culpa

Jesús Noguero y Sonsoles Benedicto, en «Los otros Gondra» Sergio Parra

Diego Doncel

Borja Ortiz de Gondra está, por derecho propio, entre los autores españoles actuales más interesantes. Su juego entre el yo y sus autoficciones, entre la memoria y sus espejismos o entre la historia y su carga documental están llenos de inteligencia y de pericia. En él no solo hay una forma de narrar novedosa, sino que sabe expresar la fuerza de la realidad poniendo la realidad en el escenario. Eso hizo que en el 2017, « Los Gondra », su historia de una familia vasca a lo largo del último siglo, cosechara uno de los éxitos más rotundos de los últimos años; éxito de público, de crítica y premio Max incluido.

Ortiz de Gondra sabe enseñarnos que las heridas abiertas en el País Vasco son, en parte, de índole naturalista. Hay algo genéticamente familiar en ellas. Que la maldición empieza entre las paredes de una casa y termina en un coche bomba o en un tiro en la nuca. Para él la familia es el inicio del odio, el cainismo un sentimiento atávico que se tornó político.

«Los otros Gondra», la obra que ahora se puede ver en el Teatro Español, y donde vuelven a emplearse el español y el euskera, la música tradicional, empieza donde terminó la anterior, y nos muestra un País Vasco en la era de la postviolencia terrorista, pero donde el recuerdo y la memoria de las víctimas sigue supurando. El hermano muerto por no someterse al chantaje de la banda armada y su prima Ainhoa, cuyos resentimientos, heredados de su madre, le hacen escribir el nombre del chico en la diana de las pistolas, están en el origen de esta tragedia. A partir de aquí, Ortiz de Gondra construye un juego de secretos familiares que su madre guarda casi histéricamente, de venganzas y de culpas, un submundo violento que busca la redención y la paz a través de la hija de Ainhoa, una adolescente de color adoptada y por cuyas venas solo corre esa identidad culturalmente mestiza del siglo XXI.

Convertido en un personaje más, Ortiz de Gondra se autorretrata para retratar una maldición, hace ficción con su vida para dar cuenta de los monstruos reales que le hicieron huir de la sombra alargada de Caín y buscar refugio en Nueva York. Sus desdoblamientos y sus juegos autoficcionales, su manera de contar desde el yo logran convertir el relato en algo verdadero, íntimo y emocionante.

El nivel interpretativo no puede pasar desapercibido, ni Cecilia Solaguren ni Jesús Noguero , como tampoco esa escenografía de casa familiar, frontón y Mar Cantábrico, llena de fantasmas , de memorias y de preguntas: ¿ Cómo superamos la culpa y el dolor, y quién de nosotros está en condiciones de hacerlo?

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