«La mayoría de las zarzuelas son completamente actuales, porque hablan de nosotros mismos»
Guillermo García Calvo, director musical del Teatro de la Zarzuela, defiende la renovación escénica del género
Desde el 1 de enero de este año, el Teatro de la Zarzuela cuenta con un nuevo director musical: se trata de Guillermo García Calvo (1978). Madrileño de nacimiento, lleva fuera de España desde los diecinueve años. La Ópera de Viena ha sido la columna vertebral de su carrera, vinculada especialmente a la ópera y más concretamente a Wagner, un compositor del que es devoto, y al que dedicó su tesis doctoral -sobre «Parsifal»- en la Universität für Musik de Viena. Ahora le toca regresar a sus orígenes.
Imagino que le hace ilusión volver a Madrid y dirigir la Zarzuela.
Sí. No lo he sabido hasta hace relativamente poco. El pasado mes de julio vino Daniel Bianco a verme a París, donde yo estaba dirigiendo «Don Giovanni» en el Palais Garnier, y me contó su proyecto. Yo estoy encantado con el equipo y con el teatro, Madrid es mi ciudad, me encanta trabajar con la orquesta... Es un momento perfecto en mi vida, todo ha encajado muy bien.
¿Qué papel tiene el director musical en el Teatro de la Zarzuela?
La función principal es la de la continuidad. El trabajo con la orquesta y con el coro, y formar parte de las decisiones artísticas; buscar con Daniel Bianco las obras.
Los intérpretes españoles siempre hablan de su responsabilidad para con la zarzuela, pero ¿en su caso hay también amor?
Sí, por supuesto. Y es un amor doble. Por un lado, por ser español y, por otro, por vivir regularmente fuera de España desde 1997; más de la mitad de mi vida. Siempre que escucho música española, que la he podido estudiar y dirigir, me entra nostalgia. La veo desde otro punto de vista. Me encanta Wagner, me encanta la ópera italiana, pero en la música española hay algo diferente; una luz, un cariño, una manera de expresar las emociones que no se encuentran en otras músicas. Siempre la comparo con la poesía; Schiller, Goethe o Hölderlin son maravillosos, pero la sencillez de García Lorca, por ejemplo, de Aleixandre, de Cernuda... Son tan distintos... Y es tan enriquecedor poder tener a disposición ambas poesías, ambas músicas... Considero la música española muy europea; aporta su color y su manera de hacer las cosas muy genuina.
¿Y ha pensado por qué no se pone a la altura de otras músicas?
Lo pienso bastante... Por un lado sí se pone; lo hacen intérpretes no españoles, que la valoran. Es una cuestión compleja, habría que hacer tal vez un estudio sociológico, de por qué en Europa parece que lo bueno es lo del Norte y lo del Sur es lo malo. No es así en absoluto, pero a veces miramos con cierto complejo a países como Francia o Alemania. Tal vez algún día las cosas cambien.
La zarzuela se ha llevado en varias ocasiones a Centroeuropa, y ha gustado mucho... Pero después no hay continuidad.
Depende de la manera de trabajar los teatros, de montar las producciones... Es un poco como lo que se vivió en Madrid con «Farinelli», de Bretón, cuando se abrió la temporada del Teatro Lírico para contrarrestar a la ópera italiana que copaba el Teatro Real.
¿No hemos sabido vender la zarzuela? ¿Es problema nuestro?
Ocurre algo similar con la gastronomía. El prosciutto italiano está en todas partes, en todos los aeropuertos... ¿Por qué no el jamón ibérico, que es mucho mejor? El queso parmesano no es superior al manchego. No sé por qué no tienen la misma popularidad y la misma difusión; parece que los italianos se venden muy bien. De todos modos, volviendo a la música, hay opereta italiana que se conoce poquísimo y la opereta austríaca, aunque es cierto que se conoce mucho más, tampoco tiene presencia fuera de Austria. Géneros como la zarzuela o la opereta lo tienen en realidad difícil. Creo que no está tan mal la situación; cada vez que hacemos una gala de zarzuela en Alemania, o se incluye una romanza en un concierto, el éxito es arrollador. Frühbeck de Burgos, cuando era titular en la Filarmónica de Dresde, ofrecía como propina en muchos conciertos el Intermedio de «Las bodas de Luis Alonso», de Giménez. Yo mismo lo he dirigido varias veces como propina y con ninguna otra obra se tiene más éxito que con esa; ni con una sinfonía de Bruckner o Mahler...
¿Qué es lo que más le atrae del proyecto de Daniel Bianco para la Zarzuela?
Por un lado la recuperación de obras como «Farinelli», que hemos presentado estos días en el teatro. Es descubrir un camino absolutamente nuevo, y equilibra muy bien el repertorio que suelo hacer como director de ópera, con obras muy representadas; ahora estoy dirigiendo «Lohengrin», y luego voy a hacer «Carmen», «El cazador furtivo», «La mujer sin sombra»... Óperas maravillosas, pero que no me permiten descubrir un camino nuevo. Cuando puedo estudiar obras como «Farinelli» o los siguientes títulos que vamos a recuperar; obras como «La tempestad» o «Curro Vargas», encuentro mucho interés en estudiar las partituras, buscar las erratas... Es como un estreno de obras con un estilo muy familiar para mí, y esta combinación es fascinante para mí. Por otro lado, hacer títulos más establecidos en el repertorio como las obras de Sorozábal, por ejemplo, es algo que siempre he querido como director. Y el equipo de la Zarzuela tiene tanta devoción, ponen tanto esmero y tanto entrega -todos están desde primeras horas de la mañana hasta las once de la noche... Es un amor por el arte, por el teatro... El teatro en sí es, arquitectónicamente, tan cálido. Me encanta, es tan inspirador... Es como mi hogar. No hay muchos teatros ni muchos auditorios que tengan ese espíritu. Un teatro con ese alma es impagable.
Uno de los problemas del género es el envejecimiento del público. ¿Qué cree que hay que hacer para convencer a los jóvenes, y no tan jóvenes, de que es algo que tiene que ver con ellos?
Hay que hacer lo que se está haciendo ahora; presentarlo con la máxima calidad posible y con puestas en escena cercanas a nosotros, para convencernos de que la mayoría de los argumentos son completamente actuales, porque hablan, de una forma u otra, de las emociones y, por tanto, de nosotros mismos. Las respuestas que uno puede encontrar en el teatro como público -da lo mismo teatro de texto, ópera, zarzuela, opereta- son fundamentales para la existencia. Es una manera de reflejarnos y de conocernos a nosotros mismos... Y además con música.
¿Quizás uno de los problemas ha sido que se ha descuidado la parte escénica en la zarzuela para centrarse más en la musical?
Ahora ya no ocurre. Es una de las claves de la permanencia en el futuro; hay tantos medios, tantas ideas... La mayoría de estas obras permiten experimentar, renovarse, y eso es fundamental.
La ópera es desde hace años el género escénicamente más innovador, pero a la zarzuela le cuesta. Parece que no nos atrevemos a meterle mano...
Pero no hay por qué. Es verdad que el público a veces es reticente a los cambios, y ahí está la «Doña Francisquita» del año pasado, que fue muy polémica; pero es importante hacer experimentos así, presentar estas obras clásicas desde otros puntos de vista. Lo veo necesario. Yo recuerdo el «Don Carlo» que dirigió Peter Konwitschny, que fue un auténtico escándalo en su día y se ha acabado convirtiendo en una auténtica referencia, casi en un clásico. O aquel «Un ballo in maschera», que dirigió Calixto Bieito... Hoy los jóvenes directores de escena y escenógrados lo estudian como una referencia. Siempre ha sido así en la historia del arte. Hay que recordar la revolución de Wieland Wagner, cuando sustituyó las escenografías convencionales por algo minimalista... Tuvo sus detractores, pero el arte ha de renovarse. Y la zarzuela, aunque le vaya a costar un poco, va a ir por ese camino necesariamente. La música en español -ópera, zarzuela, opereta...- es tan amplia y tiene unas posibilidades tan grandes... El género está en Filipinas, en toda Latinoamérica... Es casi inabarcable.
Además de director musical en la Zarzuela, usted es Generalmusikdirektor del Theater Chemnitz, en Alemania...
Sí, estoy allí desde 2017, y acabo de renovar hasta 2023. Hemos compaginado muy bien las fechas para poder compatibilizar ambos cargos. Allí dirijo fundamentalmente ópera alemana.
¿Qué le aporta un español a este repertorio?
La ópera alemana que ha permanecido hasta nuestros días no tiene mucho del cliché alemán; esa es la clave de la genialidad de autores como Wagner o Strauss. Strauss admiraba el sur de Europa; «Elektra» es una ópera griega, «Salomé» está ambientada en Israel... Y la música de Wagner tiene, por un lado, mucho de bel canto -él admiraba a Bellini-, entronca mucho con esta tradición; es como un cóctel entre la «Novena» Sinfonía de Beethoven y el bel canto italiano. Muchos compositores alemanes que hoy en día no se representan se quedaban precisamente en esa personalidad menos melódica, menos inspirada... Wagner es todo inspiración, y sin él, por ejemplo, no se puede entender el impresionismo francés, incluso la poesía francesa -Rimbaud, Baudelaire...- Él fue un visionario; no era un artista alemán, era un artista universal. Como mediterráneo, me siento muy cercano a su lenguaje.
¿Ponemos muchas etiquetas, cuando en arte todo está comunicado?
Efectivamente. Sobre todo en los grandes maestros, en los grandes artistas... Wagner conocía muy bien, por cierto, a Calderón de la Barca y a los dramaturgos griegos; buscaba argumentos e inspiración en la literatura griega, y lo mismo Richard Strauss, admirador de Lope de Vega. Son estos artistas los primeros que rompen fronteras.
Y han trabajado con libertad absoluta...
Cuando se ha hecho música por encargo en las dictaduras, tanto en el III Reich como en la Rusia comunista, la mayoría de esas obras no han sobrevivido porque no tienen calidad intrínseca, no han sabido mirar fuera de sus fronteras.
Pero incluso en esos momentos surgen los genios que se escapan de esas «prisiones»...
Por supuesto, y ahí tenemos a Shostakovich, que es un ejemplo grandioso.
¿Qué le llevó a irse de España?
Me fui a estudiar a Viena en 1997, con diecinueve años. Me lo recomendó mi profesora de piano, Almudena Cano, ya fallecida; me recomendó en realidad salir de España para conocer otro idioma, para ver la vida desde otro punto de vista, sin la protección de la familia. Y fue una decisión maravillosa, yo le estaré siempre agradecido; no porque no hubiera podido estudiar en España, sino porque todo el mundo, si tiene la oportunidad, debería salir de ese círculo de confort y buscar otros caminos, otras culturas.
¿Qué le ha aportado ese entorno como músico?
Mi gran escuela ha sido la Ópera de Viena. Empecé a trabajar allí como pianista y maestro repertorista en 2003 y estuve allí hasta 2010. Había estudiado dirección de orquesta en la Universidad pero no había tenido contacto con la práctica de hacer música. Y para mi fue una revolución; la dinámica de la Ópera de Viena es muy intensa, porque a lo mejor en una mañana trabajas con tres cantantes distintos, por la tarde tienes un ensayo escénico de otra obra, al día siguiente tocas el clave en «Las bodas de Fígaro» o la celesta en «Tosca»... Y así seis años seguidos. Todo lo que aprendí, lo que tuve que estudiar, la gente a la que conocí fue un aprendizaje extraordinario, como empezar de cero después de haber estudiado la carrera.
¿Cree que en España se podría implantar ese sistema de trabajo?
¿En un teatro de ópera como el Real? Creo que sí. Pero cuando he hablado con distintas personas la posibilidad de pasar de un teatro de staggione, con un título detrás de otro, a un teatro de repertorio, con una obra distinta cada día, aquí siempre me han dicho que no habría público. No lo sé. Siempre ha sido uno de mis sueños: pensar que en España hubiera teatros de repertorio con trescientas funciones al año. Pero sin público eso no es posible. Sería enriquecedor para todos: para la orquesta, que tocaría todos los días una obra distinta, y los fines de semana un concierto sinfónico...
¿Cree que el sistema es mejor?
No, no diría eso... Los dos sistemas tienen sus ventajas y sus desventajas. Yo personalmente me siento muy identificado con el sistema de repertorio... He crecido con ese sistema y para mí es normal que esta tarde haya «Tosca», mañana «Tristan e Isolde», pasado mañana una obra contemporánea, de Reimann, y después «Las bodas de Fígaro» o «La flauta mágica». En Chemnitz hacemos eso. Allí voy a dirigir en tres días «Fidelio», «Lohengrin» y «La valquiria».
¿Y físicamente cómo se lleva?
Bueno... Yo tengo dos hijos pequeños, de dos y cuatro años, que requieren mucha atención y que dan mucho trabajo. Ese día a día de padre primerizo es para mí mucho más agotador que estar en el foso cuatro horas dirigiendo «La valquiria», porque de algún modo todo fluye de una manera que yo conozco bien. Y es mucho más «fácil» estar ante el atril, disfrutando de esa música, que da además tanta energía. Para mí no es físicamente cansado, en absoluto. En general, los días que dirijo obras tan largas me siento físicamente mejor después que días que estoy en casa estudiando. Da una energía especial esa música.
¿Y se siente más identificado con ese repertorio?
Adoro la ópera italiana, tengo gran admiración por Verdi, Puccini... Por ese repertorio. Lo mismo que por Richard Strauss. Pero Wagner es un capítulo aparte para mí, con él tengo una relación distinta. Cada vez que hago Wagner es como una experiencia existencial; no es solo dirigir una ópera, es algo distinto, indescriptible. Es una pasión, una devoción... También me permite estudiar continuamente, crecer, tener que hacer siempre un recorrido de autocrítica: qué es lo que no me gusta de mí, cómo podría mejorar... Wagner es un espejo, un prisma, un todo... Para mí no es comparable a ningún otro compositor.
¿Hay quizás muchos clichés en torno a él? Recientemente, en la rueda de Prensa de «La valquiria», en el Teatro Real, se decía que la gente conocía la «Cabalgata» y la película de Coppola, pero es una ópera llena de diálogos y de intimismo.
Y así es. ¡Wagner tiene tantísimos colores...! «La valquiria» es un ejemplo maravilloso: cómo describe el amor entre Siegmund y Sieglinde, ese flechazo al principio con un solo de violonchelo, o el dolor de Wotan por la traición de su hija, que lo describe con un clarinete bajo... Tiene una orquesta de cien músicos y en los momentos más conmovedores escribe para un instrumento. El final, cuando Wotan se despide de su hija y le da un beso... Y aparece la música de Erda, con esos cromatismos en pianismo, como si fuera Debussy. ¡Es impresionante! La propia Cabalgata es casi lo de menos, si alguien lo analiza. La música es genial, pero es que el resto aún lo es más; aunque no tiene ese carácter tan directo que llega al público en general. Pero cuando uno lo estudia a fondo descubre un pozo sin fondo de emociones, de calidad, de atmósferas, de unión entre el texto y la música... Conozco menos su vida, y me interesa menos que su música; desde luego, su antisemitismo es deplorable. Pero yo me ocupo de su obra musical. Y ahí fue sublime.
¿Y cuándo vuelve a dirigir en España?
Mi siguiente trabajo aquí es un proyecto muy bonito con la Sinfónica de Tenerife. Haremos «El sueño de verano», de Mendelssohn, pero con toda la obra de Shakespeare. Participa la Escuela de Actores de Canarias, y si no me equivoco nunca se ha hecho en España.
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