LIBROS
Sobre Diderot o el derecho del hombre a ser feliz
El historiador Andrew S. Curran (Nueva York, 1963) recupera en una biografía la figura del filósofo, que combatió el oscurantismo religioso de su época
Cuando Denis Diderot (1713-1784) visitaba el Salón del Louvre, el filósofo materialista, el ateo que había escrito un relato fantástico sobre vaginas que contaban sus dichas y desventuras y que había departido con la emperatriz Catalina II de Rusia en el Pequeño Hermitage, volvía a ser el hijo de un cuchillero de Langres, un pueblecito a 300 kilómetros de París. Sin desprecio aristocrático y con la bondad del hombre satisfecho de sus logros, escuchaba con placer los comentarios de las clases populares, apretujadas frente a los cuadros de los pintores de Francia. No desdeñaba las ocurrencias de los niños ni el juicio de los más humildes, como tampoco hacía de menos a los artesanos que le explicaban los pormenores de su oficio, que luego se esforzaba por recoger en la « Enciclopedia ». Había dedicado su vida a esa obra, un compendio de los saberes del siglo XVIII, y había introducido en ella su pulso subversivo, vinculando la entrada sobre los «Caníbales» con la de «Eucaristía» o burlándose de la disputas religiosas de su tiempo.
Su rebeldía se había insinuado desde la infancia, cuando se había ganado la fama de alborotador en el colegio de los jesuitas de su ciudad natal, y se había confirmado en su juventud, al casarse con una lavandera pobre en una ceremonia celebrada a medianoche en una pequeña iglesia de París, desechando de una vez por todas el veto paterno, como también haría luego con las convenciones del Antiguo Régimen. Libre, afectuoso e infiel, brillante y capaz de conversar hasta dejar a su interlocutor sin aliento, Diderot ha sido relegado a la sombra en el panteón de los hombres ilustres del siglo XVIII, una falta que Andrew S. Curran (Nueva York, 1963) ha remediado con éxito en su último libro. El historiador firma una gran biografía sobre un pensador fascinante, demostrando que el rigor académico no es incompatible con un relato absorbente y bien construido, donde la prosa goce de la virtud de la sencillez.
Llevado por un entusiasmo similar a una descarga eléctrica, el lector recorre la vida de Diderot desde sus primeros años, durante su infancia apacible en la provincia, hasta su abandono de la carrera eclesiástica, después de cursar los estudios de teología en la Sorbona. En París, el joven trabaja en el despacho de un abogado, donde se aburre y aprovecha las horas muertas para aprender inglés de forma autodidacta. Además de sus primeros encargos como traductor, el conocimiento de ese idioma le acerca al pensamiento de los deístas británicos.
Con el conde de Shaftesbury , aprende que Dios ha dotado al hombre de capacidad para «reconocer la verdadera virtud», y que los «actos virtuosos» producen «placer». El hedonismo combate la concepción cristiana de la vida como una experiencia esencialmente dolorosa. El sufrimiento no es admirable desde el punto de vista moral. Recogida en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos (1776) y en la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano (1789), la atención sobre la felicidad del ser humano es resultado de esta época y sus reflexiones, y uno de los frutos más hermosos de la Ilustración.
En prisión
Pasado el tiempo, Diderot cambia el deísmo por el ateísmo y el materialismo. Si el primero le cuesta una estancia de meses en la prisión de Vincennes, el segundo le inspira un libro, « El sueño de D’Alembert » (1769), y una concepción de la vida que se manifiesta en todos sus ámbitos. En un arrebato apasionado, expresa a una de las mujeres de su vida, Sophie Volland , su deseo de ser enterrado junto a ella, para que sus cenizas puedan «acercarse, mezclarse y unirse» después de morir. Como explica Morran, «el verdadero amor se produce a un nivel atómico». No se funden las almas, sino las partículas. Diderot es actual porque se expresa con una claridad luminosa y esperanzadora: «Solo hay una virtud, la justicia; solo un deber, ser feliz; y un corolario, no exagerar la importancia de la propia vida ni temer a la muerte».
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