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William Finnegan: adicto a las olas
Del reportaje memorialístico en «The New Yorker» a escribir su propia obra: Finnegan publica «Años salvajes»
William Finnegan (Nueva York, 1952) es un elegido. De esos que escriben en « The New Yorker ». Cuando alguno de los personajes a los que quiere entrevistar le pregunta quién es, les enseña un ejemplar de la revista. Y para terminar de convencerlos les dice que un experto comprobará que todos los datos que escriba sean correctos, que les dará la oportunidad de corregir cada error que cometa.
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Gracias a las ventajas de trabajar para la revista más venerada y a su técnica de reporteo —pasar con sus personajes tantas horas como sean necesarias para volverse invisible—, Finnegan ha llegado hasta el fondo de las guerras de Somalia, Mozambique o los Balcanes, ha contado el conflicto racial en Sudáfrica «a través de ojos negros», según un crítico, y ha entendido los barrios marginales de Estados Unidos y el declive del sueño americano como pocos reporteros.
El género que Finnegan practica, según Robert S. Boynton , que lo entrevista en «El nuevo Nuevo Periodismo» (Universidad de Barcelona, 2015), es el reportaje memorialístico. Un género personal, a menudo contado desde el «yo», pero no solo eso: «El escritor no idealiza ni subestima a sus personajes. Es una forma ambiciosa que, para que se haga bien, requiere que un escritor sea muchas cosas: reportero de investigación, crítico social y narrador de historias».
Finnegan lleva tres décadas perfeccionando su método. Publicó su primera historia con «The New Yorker» en 1984. Con el tiempo ha ido aprendiendo a confiar más en sí mismo y depender menos de la opinión de sus amigos. Pero en los años 90 vivió un momento de crisis. Ya escribía columnas de opinión sobre política, el sistema de justicia, la pobreza, y pensaba que si publicaba una crónica sobre el surfista Mark «Doc» Renneker dejarían de tomar en serio sus argumentos. Si salía del armario y revelaba su pasión por el surf, un deporte al que estaba entregado desde que tenía 10 años, los analistas políticos especializados podrían decirle: «Pero hombre, si solo eres un surfista idiota, ¿cómo te atreves a opinar de estas cosas?». Publicó aquel reportaje, después de siete años escribiéndolo, y a nadie pareció importarle ni su pérdida de credibilidad ni que fuera surfista.
A Finnegan le gusta definirse como un «especialista de lo inesperado», llevar al lector a «un punto de inflexión, un momento de perplejidad desarmante» en el que se da cuenta de que la situación no es en absoluto la que pensaba que vería. Aquel reportaje sobre el surfista fue su momento inesperado: decidió escribir su autobiografía, su relación con el surf entendido no como un deporte, sino como una obsesión. Finnegan, meticuloso hasta extremos que le hacen un escritor mucho más lento de lo que él quisiera, tardó veinte años en terminar «Años Salvajes» (Libros del Asteroide, 2016), el libro con el que ha ganado el último premio Pulitzer de biografía.
«Escribir unas memorias es un género extraño para un reportero —dijo Finnegan a Signature—. Investigas tus propios recuerdos, es una especie de reportaje sobre tu pasado. Eso tiene el efecto de aportar una versión ligeramente más fría de acontecimientos que, de una manera dolorosa o hermosa, fueron importantes en mi vida. Los principales hechos del libro son así. He intentado asegurarme de que mis recuerdos fueran exactos. Entrevisté a gente que los vivió y en muchos casos han equilibrado las exageraciones y fantasías que había en mi memoria».
A través de las 600 páginas de «Años salvajes», con la traducción de Eduardo Jordá , Finnegan relata su empeño en buscar la ola perfecta, que lo llevó a viajar desde adolescente por todo el mundo: primero por Europa con su primera novia, después por California, Hawái, Sudáfrica, Etiopía, Madeira, Nueva York… «¿Sabes cuál es tu problema? A ti no te gustan los tuyos», le dijeron cuando tenía 18 años. Con esa edad ya había recorrido una veintena de países. Hasta los 35 nunca tuvo la misma dirección postal más de 15 meses. Ni sus parejas ni su familia importaban más que el surf, por el que ha puesto en peligro su vida incluso siendo padre.
«El surf es una adicción —dijo a «The Guardian»—. Si te atrapa de una forma seria tienes que gestionarlo. Es obsesivo y te puede aislar de la vida. Yo no se lo recomiendo a mi hija. No quiero que ella sea hechizada de esta manera». Finnegan logra poner color, textura y sonido a las olas, sin los clichés típicos de las revistas de surf. El suyo, dice, es un libro escrito para la gente a la que no le interesa el surf. No va sobre el amor, ni sobre el viaje, ni sobre cómo afrontar la vida. «Me encanta que digan eso, pero este es un libro sobre surf».
En «Años salvajes» Finnegan se define como un neoyorquino que constantemente está a punto de volver a su lugar de origen: «Pero en mi caso […] se trata […] de vivir con un pie siempre fuera de mi despacho para ir aceptando encargos que me lleven a cualquier punto del océano, en el momento justo en que las olas y el viento y las mareas puedan conjurarse para crear cualquier clase de ola surfeable. Ese punto fugitivo del océano que de repente empieza a romper es mi único lugar de origen. De hecho, este libro trata de ese lugar mítico».