El verano ya no es lo que era
Aquellas vacaciones en Briviesca
En la fiesta de Briviesca es tradicional que todos los habitantes del pueblo canten el himno que toca la banda municipal en el quiosco de la plaza mayor
La señora que aparece en la fotografía vestida de negro con un moño recogido y que mira tal vez a sus nietos en una piscina podría ser mi abuela , la abuela de muchos de los niños que habíamos nacido en los años 50.
La madre de mi madre, que había venido al mundo en 1893 en Briviesca (Burgos), había visto volar un avión sobre la plaza del pueblo cuando era adolescente, se había subido a un automóvil por primera vez cuando ya estaba casada y recordaba las predicciones sobre el inminente fin del mundo cuando el cometa Halley sobrevoló los cielos en 1910.
Cuando yo era niño, en aquellos largos veranos de la década de los 60, mi abuela me llevaba al río Oca en Briviesca para bañarme en una poza conocida por los lugareños como La Culebrilla . Muchos años más tarde, Miquel Iceta , el secretario del PSC, me contó que veraneaba también en Briviesca y que se bañaba en aquel charco de un río que llevaba poquísima agua.
Iceta era el hijo de un médico de Bilbao que dejaba a su familia varios meses en este pueblo de La Bureba , una zona próxima al País Vasco, muy rica en cereales. Descubrimos en una conversación que ambos teníamos vínculos en Castil de Peones , donde había vivido la hermana melliza de mi abuela.
Siempre he escuchado contar a mi madre que yo tenía tomada la medida a mi abuela, que me adoraba y que siempre se prestaba a mis antojos . Al final de su vida, debía ser en torno a 1963, vivía parte del año en la casa de mis padres. Recuerdo que, cuando salía el hombre del tiempo al final del telediario de la noche, se ponía a hablar con él. La buena mujer no entendía muy bien la naturaleza de aquel aparato mágico llamado televisor.
Muchos de los veranos de la infancia los pasé en Briviesca con mis primos. Entonces no había piscina y uno de los pasatiempos era subir al Monte de los Pinos desde donde se dominaba la altiplanicie castellana. Había una gran fuente en el camino donde abrevaba el ganado. Y recuerdo también que existía muy cerca una lechería en la que se podía comprar la leche caliente y recién ordeñada, que se servía en cántaros metálicos con un sabor que no tiene nada que ver con el de ahora.
Aquellas vacaciones infantiles en Briviesca se han alejado tanto de nosotros como un sueño
Mi abuela me daba una moneda de dos reales para comprar barquillos en la plaza. Un hombre mayor apellidado Trueba tenía una barquillera de color rojo en la que se hacía girar una manecilla de cuero como en las ruletas. Y los domingos vendía unos maravillosos mantecados , que así llamábamos a los helados de vainilla. Su peculiaridad residía que eran cuadrados y venían envueltos en un grueso papel.
Los niños como Iceta y yo éramos clientes de La Pucha , que regentaba una tienda de chucherías en una calle que daba a la plaza. Allí vendía pipas, chicles, pistones, Chupa Chups , polvos para hacer gaseosa y otros artículos que tenían una gran aceptación.
Otro de los entretenimientos de aquellos veranos era ir al cine Moderno, que está cerrado desde hace muchos años y que todavía existe. Tenía una gran pizarra a su entrada donde se anunciaban las películas con un rótulo escrito con tiza. José Luis Garci recuerda perfectamente aquel local con el que podría inspirarse para filmar una nueva versión de «Cinema Paradiso» .
El cine estaba situado junto a la casa de mis tíos, por lo que yo podía escuchar desde la cama por las noches las voces de Spencer Tracy , Rita Hayworth , Lana Turner o Humphrey Bogart , que me parecían fantasmas que me hablaban desde la oscuridad.
La fiesta de Briviesca se celebra a mediados de agosto, coincidiendo con la Asunción, y es tradicional que todos los habitantes del pueblo canten el himno que toca la banda municipal en el quiosco de la plaza mayor. Es un rito sagrado para los briviescanos, que marca el final de las cosechas y nos recuerda que el verano toca a su fin .
Todo toca a su fin en esta vida y aquellas vacaciones infantiles en Briviesca se han alejado tanto de nosotros como un sueño. La felicidad era ser niño y carecer de la noción del tiempo que todo lo devasta. Hoy daría cualquier cosa por volver a La Culebrilla a pescar cangrejos, bañarme en aquella poza y comer aquellas tortillas de patatas que llevábamos en una tartera. Nada es como era y nunca lo será.
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