El verano ya no es lo que era
La carretera nacional es tuya
En los 60 había una clase media que tenía nevera y televisor y que se desplazaba en un Seat 600
Yo fui uno de los muchos españoles que tuvo un Seat 600. Era de color naranja, de tercera mano, renqueaba al subir las cuestas y lo había comprado a medias con un amigo para viajar a Suiza. Allí trabajábamos en una fábrica de hilo de nylon en Lucerna, junto al lago de los Cuatro Cantones. Corría el verano de 1975. Una radiante tarde de julio, decidimos ir de excursión a Interlaken. Pero nos fallaron los frenos y nos chocamos contra una camioneta de Correos. El coche quedó totalmente destrozado, pero salimos ilesos, sin el menor rasguño.
Todavía no sé cómo se enteró mi padre, pero me llamó por teléfono dos días después para preguntarme por el accidente. Estaba informado de todos los detalles. Cuando se nos acabó el contrato y volvimos a Madrid, Franco se puso enfermo y murió unos meses después. Nos hallábamos en el país helvético cuando el régimen ejecutó a finales de septiembre a cinco jóvenes militantes del FRAP y de ETA. Hubo una manifestación en Ginebra para protestar. Fue el último estertor del franquismo.
Con el dictador se fue también la España de aquellos años, la década de los 60 y el comienzo de los 70, en la que se creó una clase media que tenía nevera y televisor, que empezaba a disfrutar de vacaciones de verano y que se desplazaba en 600 por carreteras de un solo carril, llenas de baches, que pasaban por el centro de las ciudades.
En agosto de 1969, mi padre nos metió en su Seat 1500 amarillo para pasar un par de semanas en un hostal de Alicante. Salimos de Burgos y nos paramos en La Roda para dormir en un hotel de carretera. Tardamos unas 30 horas en recorrer el trayecto, pero aquel verano fuimos muy felices en una playa de San Juan donde se comía un maravilloso arroz negro en un chiringuito y todavía se podía aparcar a unos metros del mar.
El coche de mi padre era grande, aunque viajábamos apretujados toda la familia junto a las maletas, la sombrilla, las sillas y los enseres que mi madre se llevaba en las vacaciones. Por aquel entonces, la mitad de los vehículos que circulaban por los incómodos caminos eran aquellos 600 en los que, desafiando a las leyes de la física, cabían siete u ocho personas, además del equipaje.
Eran otros tiempos y no había normas que limitaran el número de pasajeros, ni era obligatorio el uso de cinturones de seguridad ni se revisaban los coches ni se ponían topes a la velocidad. En realidad, desconocíamos el lado peligroso del progreso tecnológico y económico porque España era un país en vías de desarrollo, como se decía entonces, en el que todavía poseer un automóvil era un signo de estatus social.
Recuerdo una famosa canción compuesta por Moncho Alpuente, que murió hace algunos años, que rezaba: «adelante hombre del 600, la carretera nacional es tuya». Efectivamente había una tipología del dueño del 600, que era un personaje que fumaba Ducados, bebía whisky Dyc y los domingos se desahogaba insultando al árbitro en un campo de fútbol.
En aquella España, existía la censura, que cortaba las escenas de sexo en las películas, no había libertad de prensa y los diputados de las Cortes, designados a dedo, vestían camisa azul y aclamaban a Franco. Billy El Niño campaba a sus anchas por la Complutense, rodeado de una pandilla de matones.
Pero en aquel país empezaban a soplar los aires de cambio que venían con el turismo, las vanguardias obreras y universitarias y unas élites burguesas que no se reconocían en un régimen autoritario y mediocre, exaltado en unos telediarios infumables y donde todavía era obligatorio emitir el parte radiofónico de las dos. No echamos de menos nada de aquello, pero sí una adolescencia en la que, menos en los Reyes Magos, creíamos en casi todo.