EL VERANO YA NO ES LO QUE ERA

El mar desde un vagón de tercera

En la década de los 60, los trenes tenían que hacer paradas largas para refrescar con agua las antiguas calderas de carbón

Familia en la Estación de Atocha en la década de los 60 ABC
Pedro García Cuartango

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En aquellos meses de agosto de los años 60 los andenes de las estaciones se llenaban de familias que se iban de vacaciones en tren. Había vagones de primera, segunda y tercera para que las personas viajaran juntas pero separadas. Los asientos de primera eran grandes y mullidos, mientras que en los vagones de tercera los viajeros se sentaban en duros bancos corridos de madera.

El amor, el exilio, la frustración y el ocio pasaban entonces por aquellos trenes de Renfe, que eran un perfecto observatorio no ya sólo de las condiciones materiales de vida sino, sobre todo, de la mentalidad de la época cuando se comían filetes empanados y tortilla de patatas en aquellos interminables trayectos.

Los trenes, tirados por máquinas de vapor, hacían todavía largas paradas en las estaciones en las que se acoplaba una gran manguera para proveer de agua a las calderas en las que el fogonero echaba continuamente carbón. Vivíamos en un mundo mecánico e industrial y en unas calles sin coches. Recuerdo con nitidez la solemne inauguración del primer semáforo en la calle de la Estación de Miranda de Ebro.

Mi abuelo, que había entrado en la Compañía del Norte en 1917, fue ferroviario durante toda la vida, al igual que sus hermanos y sus hijos. Fue despedido a las pocas semanas porque se sumó a la huelga general convocada por las Juntas de Defensa y luego readmitido. Dos décadas más tarde, unos falangistas estuvieron a punto de fusilarle en la estación tras acusarle de haber hecho el saludo comunista en un paso a nivel.

Todo esto son viejas historias, pero jamas olvidaré las vacaciones de 1963 cuando mi padre nos llevó a toda la familia a pasar un par de semanas a una residencia sindical de Castellón, situada junto a la playa. Viajábamos en primera no porque fuéramos ricos, sino porque teníamos un kilométrico, un pequeño cuaderno de tapas amarillas, que nos daba aquel privilegio. No hace falta decir que mi padre, que era abogado, también trabajaba en Renfe.

Toda la familia montó en el tren con varias maletas, la cuna de mi hermano pequeño y una cesta de comida. Tuvimos que hacer transbordo, dormimos en el compartimento y tardamos unas 24 horas en llegar a Castellón. Yo creo que pasamos por Sagunto porque recuerdo las chimeneas y el humo de los altos hornos.

Aquello sí que fueron unas vacaciones de verdad porque jugaba al fútbol en la playa, me pasaba las horas saltando contra las olas y por las noches me dejaban ir a la verbena que se organizaba en la explanada del bar. Los mayores bailaban el twist al son del Dúo Dinámico mientras la luna se reflejaba en el mar, una estampa insólita para un chico de la meseta castellana.

Yo nací muy cerca de la estación de Miranda y ya subía a las máquinas antes de aprender a andar. Vivía en una casa desde la que veía salir los trenes y recuerdo que, de muy pequeño, me negaba a comer si mi madre no me colocaba junto a la ventana para contemplar las locomotoras y los vagones. Mi primer juguete fue un martillo que hacía chocar contra las llantas de las máquinas cuando mi abuelo Pedro me llevaba al depósito.

Tengo una foto con él que fue mostrada en una exposición sobre la historia del ferrocarril porque mi abuelo fue maquinista de Alfonso XIII, que regalaba un puro al personal cuando iba en tren a San Sebastián. Al final de la guerra, le abrieron un expediente que concluyó que era un ferroviario desafecto al régimen del yugo y las flechas, aunque le permitieron seguir en su trabajo «bajo vigilancia». Se jubiló en 1965.

Podría contar historias de trenes hasta aburrir al lector porque sigue siendo un misterio por qué decidí dedicarme al periodismo rompiendo una tradición familiar de tres generaciones y tras haber visto morir a mi tío abuelo Tiburcio, que sufrió una horrible agonía, atrapado en una máquina que descarriló en el País Vasco, y luego a un primo de mi padre en un túnel de Cantabria.

Empezaba estas líneas hablando de las vacaciones y he acabado rememorando lo que los trenes fueron para mí en la infancia. Me quedo con los recuerdos de aquellos viajes en los que las estaciones se llenaban de familias que vieron por primera vez el mar desde un vagón de tercera.

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