Nunca el fútbol estuvo tan magnificado. Sus protagonistas son idolatrados como dioses cuya personalidad se ve acechada por dos grandes sombras: un ego gigantesco que devora el romanticismo del deporte y la enfermiza búsqueda de adjudicarse la totalidad del éxito. Los vencedores pasean entre las nubes. En ocasiones obvian que se encuentran tan alto gracias a la naturaleza y la esencia del fútbol. Descuidan que su trono se sujeta sobre la pasión de millones de personas. Olvidan que su virtud tan sólo se ajusta a jugar a un juego. Y por eso también desprecian divertirse. El secreto de Vicente del Bosque es fomentar lo contrario. Que cada encuentro sea un viaje a la infancia, donde el fútbol era tan sólo una pasión. Una razón para pasarlo en grande.
El seleccionador otorga un poder ilusorio a los jugadores. Les transmite que son los actores principales, que ellos mandan. Él se reserva un segundo plano y sólo da el paso al frente para encajar las responsabilidades. En medio de una moda en la que los entrenadores buscan hacer notar su sello y ganar protagonismo, Del Bosque entrega el bastón a los futbolistas. Consciente del legado que heredó -un combinado con una firma definida y campeón de Europa en 2008-, el salmantino tenía claro que lo último que necesitaba era encabezar una revolución táctica o de estilo para convertir una generación brillante en histórica. Lo único necesario era reconocer el juego y tocar algunas teclas acertadas y casi invisibles.
La prioridad era explotar la reserva natural de talento en la que ha vivido España en los últimos años. Una enorme camada -desde Xavi e Iniesta hasta Thiago e Isco- que permitía preservar su rompedor estilo a pesar de la acumulación del cansancio, las lesiones, las sanciones o del paso del tiempo. Dejar hacer a los campeones. Que su fútbol fluya. Y hacerlo con independencia del resultado. Cuando cierra la puerta, sin embargo, Del Bosque es tan cercano como incisivo con los jugadores. Sus declaraciones públicas, muchas veces conservadores o livianas, se convierten en charlas motivadoras, reconfortantes o incluso terapéuticas. Éste fue el caso de Iker Casillas, que llegó a Recife tras una tormentosa temporada en el Madrid. El técnico le demostró con la titularidad que aún era el líder de 'La Roja' y, con ese simple gesto, sin necesidad de exigir nada, invitó a Valdés y a Reina a que lo arroparan. Las intervenciones privadas del salmantino son camaleónicas. Igual que su librillo.
Acusado muchas veces de estar oxidado, el seleccionador rompió todos los moldes al situar a Javi Martínez como delantero centro. El extraño movimiento tenía un doble objetivo: cubrir el desgaste de los cerebros e inyectar un juego aéreo de garantías en las dos áreas. No le tembló el pulso. Del Bosque sabe que no tiene nada que demostrar y gestiona a la perfección los golpes de la afición y la Prensa. Asume la responsabilidad sin pestañear, acostumbrado a la primera línea de fuego. Y el extraño movimiento del improvisado 'nueve' navarro, que no hacía de ariete desde niño, tuvo el efecto deseado. Práctico y sorprendente. Chiellini, el pretoriano de las mil batallas con Italia y la Juve, le espetó: «¿Tú aquí? ¿Pero no eras defensa?».
Pero más allá de saber administrar a las estrellas, al técnico se le presenta en cada cita el peligroso lujo de desplazar a algunos de los mejores jugadores de Europa, como Juan Mata, campeón de Champions con el Chelsea, Silva, la linterna del City, Cesc, Cazorla... Un sinfín de peloteros que serían los referentes en muchos poderosos combinados del mundo. Del Bosque, sin embargo (en esto también influye la ejemplar personalidad que han demostrado los secundarios), ha logrado que los incendios ni siquiera se produzcan en la parcela de los protagonismos. Y es también un experto en extinguirlos.
Existía una enorme fractura entre los dos grandes bloques de la selección (el del Real Madrid y el del Barcelona) antes de la Eurocopa de Polonia y Ucrania. Los maratones de los sangrantes clásicos habían erosionado la impecable convivencia y la conexión en el vestuario. No era suficiente con dejar pasar, con que la cercana relación en el hotel y en los encuentros de preparación forjaran de nuevo los lazos. Había que dar un paso al frente. Demostrar que lo que había conducido a España a ganar el Mundial no fueron sus estrellas, sino una constelación. Casillas y Xavi, compañeros desde las categorías iniciales, captaron el mensaje y sellaron la paz por teléfono. El resultado se trasladó al palmarés y al libro dorado del fútbol: era la primera vez que un conjunto enlazaba dos grandes títulos en tres ocasiones.
Elección inédita
Del Bosque no necesita exhibir sus medallas. La prueba más cercana se encuentra en la tanda de penaltis ante Italia en la semifinal de la Copa Confederaciones. Una vez recurrido al caos con la reubicación de Javi Martínez porque la lógica y el orden de la selección no habían conseguido derribar a Italia, el patrón se repitió en el momento decisivo. Busquets y Navas, casi inéditos desde los once en toda su carrera, se unieron a Ramos y Piqué (dos centrales) en el último peldaño hacia la final. Salió perfecto. Ni un solo fallo de 'La Roja' en la muerte súbita. Pero el seleccionador atajó los elogios con rapidez.
«Los eligió Toni (Grande, su segundo de a bordo). Yo estaba agotado», admitió. Lógico. Escrutó cada jugada durante 120 minutos en una partida a vida o muerte con Prandelli y tuvo que sentarse solo en el banquillo tras la prórroga. Ese gesto evidenció la absoluta confianza de Del Bosque en su mejor confidente. La llaneza del hombre con el mayor tesoro futbolístico.