En tan solo unos días, el Papa Francisco ha conseguido revolucionar el Vaticano. La Santa Sede, para muchos un lugar de lujos, es ahora la casa de un hombre humilde, digna de San Francisco de Asís, el santo que el argentino decidió homenajear al escoger su nombre papal.
Haciendo gala de su sencillez y austeridad Jorge Bergoglio se presentó al mundo desde el balcón central de la Basílica de San Pedro despojado de cualquier adorno: no llevaba ni la cruz de oro roja ni la estola antigua que suelen llevar los papas. Tras ser electo, prefirió viajar en colectivo con los cardenales en vez de hacerlo en limusina e incluso pagó personalmente la cuenta del hotel donde había estado alojado en los días previos al cónclave.
Por ello, no es de extrañar que Francisco, el Papa que no se deja besar la mano, lleve los mismos zapatos que pisaban hasta hace poco las calles de Buenos Aires. A diferencia de su predecesor Benedicto XVI, que utilizaba unos lujosos Prada, el argentino prefiere la sencillez y comodidad de los mismos zapatos que cuando era un 'simple' cardenal y recorría la villa miseria donde la pobreza y la violencia abundan por doquier.