“Lo ocurrido es un sueño hecho realidad para mí y para toda mi familia y voy a tardar mucho tiempo en asimilar lo que he logrado con este Wimbledon”. Aunque parezca mentira, quien está detrás de estas declaraciones, rebosantes de humildad, es Roger Federer, el tenista más grande de todos los tiempos. Un jugador que retoma esta semana la primera posición del ranking mundial y que ha batido prácticamente todos los records del tenis. Un deportista modélico que ha perfeccionado su deporte.
Los grandes jugadores van y vienen. En ocasiones ascienden a lo más alto y desaparecen de la cumbre del panorama tenístico mucho antes de saborear la situación privilegiada en la que se encuentran. Ha ocurrido con grandes talentos sobre cualquier superficie. Y seguirá ocurriendo. Pero no con Roger Federer. Él es distinto. Ha sabido degustar cada instante en lo más alto, valorar la dificultad de lo conseguido y, una vez caído, resurgir de sus cenizas. Ha sabido sobreponerse con 31 años a la clase de Novak Djokovic y a la de su bestia negra Rafa Nada. Él es distinto y, como tal, permanecerá inmortal en el Olimpo del deporte de la raqueta.
Desde que ganase su primer Grande en Londres en el 2003, el suizo ha completado una trayectoria irrepetible. Ha eclipsado marcas como las obtenidas por Jimmy Connors, que levantó cinco abiertos de Estados Unidos y es el jugador que más torneos ha ganado; las del camaleónico Bjorn Borg, que revolucionó el tenis y supo hacerse fuerte en las grandes superficies y conquistar seis Roland Garros y cinco Wimbledon; e incluso ha batido la mítica cifra de ‘Grand Slams’ de Sampras.
En cierto modo, este domingo se cerró el círculo. El ciclo que inicia y arranca con Pete Sampras como coprotagonista. Un Sampras que, en los octavos de final de Wimbledon, allá por 2001, cayó derrotado por un joven suizo que frenó, al menos momentáneamente, la magistral trayectoria del tenista estadounidense. Una carrera que el norteamericano cerraría con una marca histórica de 286 semanas en lo más alto de la clasificación. Un registro que esta semana ha igualado el mejor tenista de la historia, aquel bisoño Roger que a principios de la década pasada pedía permiso para empezar a escribir su historia en el libro de oro del tenis.
Los más escépticos se aventuran a afirmar que no es el tenista con más títulos y, por tanto, consideran exacerbado brindarle el calificativo de “Eterno número uno”. Quizás estén en lo cierto. Pero no es una cuestión únicamente de cifras. Se trata también de perfeccionar este deporte como él lo ha hecho. Se trata de un jugador que ha sabido reinventarse y adaptarse al juego de la década pasada y la actual.
Por delante le quedan pocos retos. Al suizo solo le falta lograr la medalla de oro olímpica, y en Londres tiene probablemente su última oportunidad para proclamarse campeón en unos Juegos. Quizá otra espinita clavada sea la conquista de la Copa Davis. Sin embargo, aquí tiene más tiempo y oportunidades. Eso sí, si hay una cosa clara es que nunca hay que darle por muerto. Si hay una cosa segura es que ha llevado este deporte hasta cotas inimaginables hace unos años. Por algo es el mejor tenista de la historia. Por algo es el número uno del mundo. Un número uno eterno.
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