La segunda vida de Bauti

Tras una infancia marcada por las dificultades, encontró un nuevo hogar en la Fundación Juan XXIII Roncalli

Carlos Bautista, de 49 años ÁLEX JIMÉNEZ
Isabel Miranda

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La vida de Bauti siempre fue más complicada de lo normal . Nació con una discapacidad mental y cuando apenas contaba un año de vida, su padre murió. Maltratado durante años por la siguiente pareja de su madre, el punto y final a la violencia llegó tras recibir una puñalada cuando era un adolescente. Para entonces, hacía tiempo que «ese hombre», como le llama, había dejado de ser santo de su devoción. En concreto, desde los 8 años, cuando le vio impasible mientras sus dos hermanas pequeñas morían en el incendio de su casa.

Hoy, sin embargo, a los 49 años, Bauti disfruta de una vida feliz. Tiene un trabajo en la Fundación Juan XXIII Roncalli , una casa en Las Rosas (Madrid), una mujer... y si no tienen hijos es porque ella no se ve. «Si por mi fuera, tendría un equipo de futbol. Al primero le llamaría Cristiano Ronaldo», cuenta alegremente.

Todos conocen a Bauti en la fundación. No solo porque sea jefe de equipo allí, en el departamento de marketing. Ni porque lleve ya más de 30 años desarrollando diferentes labores. Quienes conocen Bauti dicen que es el ejemplo perfecto de cómo una discapacidad intelectual no es impedimento para desempeñar un trabajo, ni para llevar una vida como la de cualquier otro ciudadano.

Le conocen de toda la vida. Bauti comenzó en el centro ocupacional nada más salir del colegio. No aprobó octavo de EGB, así que su madre le pidió implicarse en el centro ocupacional de la fundación, que desarrolla su labor con personas adultas con discapacidad. «Ella quería que aprendiera un oficio, que aprendiera trabajando », cuenta. Pero allí no solo le enseñaron un oficio o a estudiar lo que se había dejado en el colegio. También le dieron una segunda familia.

Recibía una gratificación por sus labores y, algunas tardes, a la salida, se iba con un amigo a repartir embutido para conseguir ingresos extra. Bauti quería sacar a su madre de su trabajo de noche en un catering. Por ello, tras varios años en el centro ocupacional, decidió irse. «Hablé un día con la dueña fundadora, doña Amparo. Le dije que necesitaba trabajar. Pero ella me dijo: “No te preocupes, que vamos a fundar un centro especial de empleo». Y así fue. «Mis chicos pueden trabajar igual que cualquier otro », decía Amparo. Hoy lo demuestran llevando a cabo trabajos en seis áreas diferentes que van desde servicios logísticos hasta documentales o de marketing.

Bauti esperó. Durante ese tiempo, ya había conocido en el centro a Obdulia, la que sería su mujer. También había vivido un duro golpe en casa. Fue un día que hablaba por teléfono con su pareja. Su padrastro llegó a casa. «Él venía cargadito de más. Yo estaba hablando por un teléfono de pared, así que le dije a mi novia: “Voy a colgar, que no está el horno para bollos”». Su padrastro lo oyó, cogió un cuchillo y le apuñaló en el pecho. Eso le valió cuatro años de cárcel. Hasta ese momento, las denuncias habían servido de poco. «Antes las denuncias no eran como ahora. La violencia de género era… el que mandaba era el hombre. Venía la policía, te echaba dos broncas y ya está. Tuvo que pasar esto para que él fuera a la cárcel».

Cuando terminó su condena, volvió a la casa, pero para entonces Bauti tenía claro que no iba a tolerarlo más. Se marchó a vivir con Obdulia. Con ella se casó al poco de conocerla. «Estábamos muy bien y no nos arrepentimos», dice después de 18 años de matrimonio. «Mantenemos el amor como el primer día».

—¡Un besooo!

Obdulia siempre le pide un beso , él la responde que es una pesada. Ella replica que si ya no la quiere, y él responde que quiere a Natalia, una chica «muy rica» con síndrome de Down de la fundación. «A Natalia le digo que es mi novia y me dice: “¡Un jamón!”», se ríe Bauti.

La vida de Bauti ha transcurrido tranquila después de pasar una infancia dura. Le gusta trabajar en la fundación —«les debo yo más a ellos que ellos a mi», dice—. Le gusta subir en sus descansos a hablar con los chicos del centro ocupacional. Le gusta, algunos viernes, salir con sus compañeros a tomar una cerveza. Como cuando su madre volvía a casa del trabajo y se dedicaban a hablar y a tomar algo. «Nos sentábamos debajo de una parra [señala el tatuaje de una parra en su brazo derecho] y nos tomábamos unas cervezas, hasta que ella ya no podía más y se iba a domir».

Atrás han quedado los recuerdos más difíciles de su infancia. Como un día, a sus 8 años, en el que veía Starsky y Hutch en casa de una vecina. De pronto se enteró de que su hogar, en Barajas, estaba ardiendo. Una cerilla había encontrado combustible en un colchón con las hijas de su madre y su padrastro dentro de la vivienda. «Nunca se me olvidará. Saqué a la pequeña de la casa, a la mayor no la logré ver . Un vecino rompió a patadas una ventana y consiguió sacar a la mayor». Pero ya era tarde. Las dos murieron. Su padrastro observó todo, pero no hizo nada por sus hijas. «A partir de ahí ese señor no fue santo de mi devoción», dice Bauti, que concluye rotundo: « Me quedo con la vida que tengo ahora . Mi fundación, mi trabajo y mi mujer».

La segunda vida de Bauti

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