El nuevo rostro de la pobreza en España
«Las colas del hambre son, desde septiembre, las colas de las familias españolas sin techo», dice Conrado Giménez, exempleado de banca que dos décadas atrás alumbró la Fundación Madrina y que, cuenta a ABC, nunca pensó ver nada igual. En plena pandemia ha pasado de dar 400 comidas al mes a 4.000 al día. Y la fila sigue creciendo
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En una semana en que decenas de personas se manifiestan en las calles con el pretexto de una supuesta falta de libertad de expresión en España y durante la que el Gobierno promete 12.000 alquileres de vivienda social para que personas vulnerables tengan algo ... más cerca un techo bajo el que dormir, la Fundación Madrina, que lidera el exempleado de banca Conrado Giménez, cita a todos, políticos y ciudadanos, en un lugar. Viernes, 10.30 horas. Plaza de San Amaro, número 4. Madrid. Ningún dirigente aparece, tampoco esos a los que se les llena la boca con una ‘agenda social’ que aquí es un mal chiste .
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A las faldas de la parroquia de Santa María Micaela y San Enrique, a unos minutos del ostentoso paseo de la Castellana, cientos de personas se agolpan a la espera de «un cartón de leche y un potito, que habrá que dosificar siete días» , dice Erika Villar, una joven de 20 años. Baja del municipio de Buitrago. Tiene un niño pequeño y está embarazada de 31 semanas. Se sienta por el peso de su estado, que empieza a hacer mella en la salud de esta belleza de ojos azules. Para Giménez, la única realidad para manifestarse sería esta, el alargamiento de unas colas del hambre que, dice, estos meses han mudado de piel . «Son las colas de las familias sin techo».
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Llegan familias como la de Gema García, que se oculta bajo la capucha de su parka verde porque no quiere ser reconocida. Lo de las «colas de la vergüenza » está oído, pero es verdad que el nuevo rostro de la pobreza en España, personas que nunca habían tenido que pedir caridad , conlleva caídas de barbilla apesadumbradas por la situación. «Estaba empleada en una franquicia de Dia. Es verdad que fuimos esenciales en primavera, pero en plena pandemia, el súper cerró. Me quedé en la calle con dos niños autistas. Nos mantiene mi madre. Me llevo bien con ella, es mi ángel, nos ha salvado, pero es duro tener que vivir así », solloza. Tiene 36 años.
Las mujeres de mediana edad, dicen en Cruz Roja, son las que demandan más recursos. Casi siete de cada diez, con estudios primarios. Más del 32% son madres de 25 a 49 años que se ven abocadas a pedir porque ven a sus hijos desnutridos . Las entregas de alimentos y productos sanitarios se han duplicado desde diciembre, así que «no es verdad –rebaten- que lo peor del temporal haya pasado». La crisis del Covid ha sido invadida por un ‘tsunami’ económico que ha arrastrado a miles de familias consigo. Se han elevado a 1,8 millones de entregas, afirma Olga Díaz Escalona, subdirectora del área de Conocimiento de Inclusión Social de Cruz Roja.
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Volvemos a San Amaro, 4. A la espera de que salgan bolsas de alimentos en manos de los voluntarios, varias personas se alteran por la presencia de extranjeras. No hay suficiente para las nacionales, protesta resabiada una chiquilla. El presidente de la Fundación Madrina alerta de que en septiembre pasado se produjo «un primer salto». Son ya más personas nacionales que extranjeros los que se ponen a la cola. No son mayores, tampoco de clase baja. Hosteleros, personas metidas en ERTE, arquitectos, obreros, quienes han perdido sus empleos y se ven obligadas a pedir. «Vienen azafatas, taxistas. Todo el turismo ha cerrado». «El segundo salto se ha producido en enero –continúa Giménez-. Advertimos una bolsa de personas que no pueden abonar las facturas y conforman la nueva pobreza energética . Por ellos nadie se manifiesta». Se queja quien fundó esta entidad tras sufrir un accidente de tráfico hace veinte años a la salida de un consejo de administración de Banesto. Lo dejó todo y ahora mendiga donaciones para ellos.
A las 10.30, Conrado reza un responso encima del pan y la fruta y comienza el reparto. «Pronto habrá un gran estallido social» , suelta como si tal cosa. «Hemos pasado de dar 400 comidas al mes a 4.000 al día». La fundación dosifica la llegada de personas, las telefonea para organizarlas y que nadie se quede sin nada, aunque el volumen de nuevos pobres provoca ciertos embudos.
María Eugenia forma parte de esta bolsa de extrema pobreza desde 2014. Reside en Lavapiés, un crisol de culturas y nacionalidades de Madrid, donde las cosas «se han puesto muy mal». Paga su alquiler social, 200 euros al mes, con lo que no mojarse cuando llueve le parece un regalo. No le llaman para trabajar, así que sus hijos no tienen qué llevarse a la boca. A ella, y uno tras otro, a lo largo de una fila interminable, lanzamos el mismo interrogante: ¿la pandemia ha terminado por destrozarlo todo? Unanimidad. Responde Juan, hostelero. Y Pedro, camionero de 59 años que se ha quedado sin ingresos. «Si había pocas opciones, con nuestros negocios hundidos, ya no hay ninguna. Llevamos cinco-seis meses sin cobrar el paro ; el ingreso mínimo vital se concede a quienes ya tenían adjudicado el REMI, o renta mínima, y en medio, tenemos un mar de burocracia». Su lamento es aplaudido. «Somos apestados del Estado», completa Juan, quien hasta hace unos meses daba de comer. A ninguno les está llegando el maná de ayudas prometidas a los cuatro vientos. La plaza de San Amaro está llena de gente que contradice esos pregones vacíos.
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Elisabeth Adán llora sin consuelo. Peruana de Huánuco, tiene 41 años. Pese a su destino, se alegra de estar en Madrid. Aguardar turno para llevarse un bote de garbanzos y pañales para sus mellizas de cuatro meses «es un privilegio», dice. Su marido, Orlando, está enfermo de Covid. Estuvo en la UCI hasta noviembre. No logra remontar, padece muchos dolores y nadie le llama para hacer chapuzas.
«A ver si Diosito quiere y nos la dan...»
«Es un manitas», describe ella, y sigue: «Yo limpiaba casas, cuidaba de ancianos y niños, le doy mi teléfono. Voy donde haga falta». Alegato a la desesperada. Subsisten en una casa del barrio de Usera con 7 niños y 405 euros . Imaginen lo demás. «En Perú, mi marido habría muerto. La sanidad allá no habría hecho nada por él. Ha estado muy malito …», se interrumpe. Madruga cada semana, paga el viaje en metro, y se lleva una bolsa. Está presta a irse a uno de los pisos que la Fundación concierta con alcaldes de municipios despoblados para que familias enteras, como la que Fátima, Emilio y sus ocho chiquillos, su conejo, pájaro y dos perros, han formado en San Martín de Berrocal (Ávila). «Nos han dicho que esperemos a marzo, a ver si Diosito quiere y nos la dan…», implora.
El sueño de Elisabeth se repite en casa de Erika y su pareja, un joven marroquí. Ambos han ocupado un piso del banco . «Nos hemos asegurado de que fuese del banco; si no, estábamos en la calle». Viene a pedir porque en su estado de gestación nadie la emplea. «He estado en el comercio tres años. Cerró», relata. Junto a ella, la ecuatoriana Geanella cuenta su historia, muy parecida. 20 y 19 años, encintas, de familias desestructuradas, son jóvenes extuteladas por la Comunidad de Madrid. Salen de los centros de menores maduras y valientes, con la dificultad de tener que darse vida. Hacen alarde de una sabiduría adelantada a su tiempo. Geanella sufrió tocamientos por su padre. Ahora el Samur Social la mantiene bajo techo en un centro del barrio madrileño de San Blas. Está de siete meses, será madre soltera. No deja de sonreír. Con una mirada profunda y oscura, navega en el océano de la fantasía.
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—Si nos volviésemos a encontrar en verano, ¿dónde te gustaría estar?
—En un sitio estable, con un hueco en esta sociedad para mí. La vida te obliga a deshacerte de algunos pensamientos, pero no puede taparte los sueños.
«Lo que peor llevo es que la gente te mire». Gema corta la conversación al paso de un chico bien parecido que practica ‘running’. «Vengo a por un poco de verdura, no creo que esté haciendo nada mal», se rebaja. Erika completa: «La gente tiene una venda, no está viendo lo que hay, yo no sé dónde meterme, dicen que hay alquileres sociales, pero no llegan. En la última nevada, tuve que rogar a un bar que me calentase comida para mi niño. Hay quien todavía dice que no se pasa hambre . Señores, tengo 20 años y se pasa hambre en este país. Lo que me ha tocado vivir a mí podría tocarle a otras personas que, aun con trabajo, están pasándolas canutas».
Desastre humanitario
Conrado asiente. La pobreza está subiendo como una hidra por los peldaños de ese ascensor social que se ha quedado detenido por la pandemia. «Sueño con que alguien me diga un día: ‘come lo que quieras, Eugenia’», dice esta madrileña de 26 años. «Hay veces que pienso: ‘¿y qué me como ahora, el ladrillo de la casa que ocupo?’ », espeta Villar.
«Hay un incremento notorio de familias que tenían unos ahorros y los han triturado en la pandemia», explica Giménez. El mazazo económico ha tumbado a las clases medias, y ahora amenaza a familias de clase alt a. «¿Quiénes empiezan a caer? Los que tengan un piso en propiedad tardarán un poco más; los que viven de alquiler o sin casa han caído a lo bestia . El ahorro y el entorno familiar han soportado el peso hasta ahora. Empieza a desplomarse. Estas personas se hacinan de momento en casas de familiares, regresan al pueblo o vuelven a sus países de origen. Hay un éxodo brutal desde mayo. Nuestros gobernantes no tienen ni idea de ingeniería social, está mal diseñada y peor implementada, porque la hacen desde los despachos. ¿De qué forma contesta a estas personas la administración? Con el cierre, al 50%, por pandemia. Una semana con una taquilla cerrada significa que Elisabeth, Erika, Geanella, Gema, Juan, Pedro y María Eugenia no comen, o sus hijos enferman. Semana tras semana, esta cola crece sin que a nadie le importe. Así responde este gobierno a este desastre humanitario. Cuando se alcance el 25% de paro real y otros 25% de gente en ERTE, el estallido será imparable. Eso o, para evitarlo, volverán a confinarnos. Todo el mundo lo sabe y todo el mundo calla. Les doy un año».
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