Agentes de la Policía Nacional
Historias del Covid: «Confinados en el piso de comisaría, contagiados, y él, crítico, en el hospital»
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Historia del Covid: profesionales sanitarios
Manuel Laguna , comisario principal, Jefe Provincial de Cuenca
El comisario principal Manuel Laguna , de 58 años y jefe de la comisaría de Cuenca, lucha contra la muerte desde el 20 de marzo en la UVI del Hospital de Cuenca. Hasta ahí, su caso es como el de miles de españoles. Pero a su situación dramática se una la de su familia: su mujer, Ángela, su hijo Jorge y su madre, Mercedes, los tres positivos en coronavirus y confinados todo este tiempo en el piso de la comisaría... La esposa, de 59 años, que tiene una fortaleza interior que contrasta con su aspecto vulnerable, se recupera de un ictus; la abuela, de 89, sufre alzhéimer y necesita cuidados especiales, y el chico, de 23 años, acaba de ser intervenido por un problema en un nervio ocular...
El secretario general de la comisaría, compañero de promoción de Laguna, es el que hace los recados para la familia, con un cariño y una despreocupación por su salud propia de uno de esos héroes anónimos que muy pocas veces reciben medallas y reconocimiento. «No te preocupes por mí; guardo las medidas de seguridad aunque sé que pueden ser insuficientes. Yo mismo puedo estar contagiado, porque he estado mucho tiempo con tu marido... De verdad, no te dé vergüenza llamarme», insiste a diario a la mujer del comisario.
La actitud del «ángel custodio» de Ángela y su familia contrasta, salvo alguna honrosa excepción, con el silencio de las altas jerarquías, quizá demasiado ocupadas en la gestión de la crisis, pero que no han encontrado aún, casi un mes después, un minuto para una llamada de ánimo para los allegados del compañero caído. El único «privilegio» ha sido el que se les hicieran los test, y fue por mediación de un comisario recientemente jubilado que hizo la gestión y que es el segundo y último interlocutor de los Laguna.
La angustia de Ángela por su marido, por su suegra y por su hijo -nunca habla de ella misma, aunque su salud es frágil- aumenta porque nadie le da una salida: «Tenéis que aguantar; como los tres sois positivos, ya no hay problema de contacto entre vosotros», le dicen los médicos, no se sabe si por darle consuelo o porque no tienen nada mejor que ofrecerle.
Manuel Laguna, que entró en el entonces Cuerpo Superior de Policía con 19 años, siendo el más joven de su promoción, se sintió mal unos días antes de su ingreso, aunque lo atribuía a una «neumonía mal curada». Pero no levantaba cabeza, y las cosas fueron a peor hasta que tuvo que ser hospitalizado. Uno de sus cuñados, Antonio Salas, fue el último en hablar con él ese mismo día, desde su cama de la UVI: «Me encuentro muy mal, ya te llamaré», le dijo intentando hacerse entender porque llevaba una mascarilla de oxígeno. Esa segunda comunicación nunca se produjo, porque horas después fue intubado... y así seguía anoche. Su estado es desesperado...
El comisario sabe lo que es superar momentos muy difíciles, porque recién salido de la escuela de la Policía fue destinado a la Brigada de Información de San Sebastián, en esos años de plomo en los que ETA mataba y no pocos lo aplaudían. También ha combatido las mafias chinas, y el terrorismo yihadista... Su familia, sus amigos, se aferran a esa fortaleza, aunque la salud le ha abandonado algo en los últimos años.
Entre tanto, a la espera del milagro, la familia de este servidor público, que se ha dejado la piel al servicio de la sociedad, «rumia su agonía en silencio», en la soledad absoluta de un piso oficial de la Comisaría de Cuenca que ahora sienten como ajeno y frío sin la presencia del comisario, temblando cada vez que suena el teléfono por si es la llamada fatídica... Viendo, en fin, pasar las horas, cada vez con menos esperanza, cada vez con una mayor sensación de desamparo que el resto de allegados y amigos no puede mitigar por muchos ánimos que les transmitan, quizá porque a ellos también les cuesta creer lo que dicen... El coronavirus mata; pero el desgaste que provoca es también devastador.
José Luis Gómez Bravo , Policía de la UIP
José Luis Gómez Bravo, oficial de Policía de 59 años y destinado en la Unidad de Intervención Policial (UIP) en Barcelona desde su creación hasta febrero último, fue uno de esos héroes que se jugaron la vida en octubre pasado por mantener la legalidad cuando hordas secesionistas quisieron tomar las calles de Cataluña en protesta por la sentencia del procès. Estuvo en primera línea en el infierno de la Plaza Urquinaona de la Ciudad Condal y, como otros compañeros, resultó herido: en un hombro, del que tuvo que ser operado, y también con múltiples contusiones en todo su cuerpo. La gravedad de sus lesiones hizo que no pudiera ser dado de alta hasta enero.
«A pesar de eso no le dieron la roja (medalla al mérito policial con distintivo rojo, pensionada); solo la blanca», explica a ABC su hija Miriam, de 35 años y funcionaria interina del Ayuntamiento de Barcelona. Por supuesto, su padre también era merecedor de ella. Al Oso -así le llamaban sus compañeros por su imponente 1,93 metros de estatura-, todo aquello le hizo reflexionar: tenía ya 59 años, sus dos hijos -el segundo, Luis, de 24, es vigilante de seguridad del Hospital Sant Pau de Barcelona- ya no dependían de él y había recorrido España entera para prestar servicio, siempre en momentos muy delicados . Era el momento de buscar un destino más tranquilo hasta su jubilación, que encontró en el control de pasaportes del aeropuerto de Gerona. Ironías del destino, el 1 de abril, día de su muerte en el hospital Josep Trueta de Gerona, debía incorporarse a su puesto.
«El 15 de marzo, un día después de decretarse el estado de alarma, comenzó a manifestarse la enfermedad -relata Miriam, con una precisión extraordinaria-. Empezó a tener fiebre y se notaba cansado... Como el Gobierno decía que no había que ir al hospital, al día siguiente llamó a uno de su aseguradora, que le recetó paracetamol».
Bravo no mejoraba y el lunes hizo la primera de sus llamadas al Centro de Atención Primaria (CAP) de La Junquera, en Gerona, donde residía el paciente. Entre el 16 y el 26 de marzo se puso en contacto con ellos al menos seis veces. Hubo llamadas de hasta ocho minutos, y a pesar de que empeoraba le insistían en que se quedase en casa con el mismo tratamiento.
«Se le notaba al hablar que le faltaba el aire. El Día del Padre, cuando le llamé para felicitarlo, me dijo que había pasado mala noche, con fiebre, pero que en ese momento no tenía... Pero tenía fatiga, dificultades para respirar... El día 23 le faltaba voz y el 25 ya ni se podía mover. Lo pasó fatal ».
El 28 de marzo la situación era ya crítica. Desde el propio CAP de La Junquera se movilizó una ambulancia que fue a recogerlo a su domicilio. «Lo llevaron al CAP de Figueras, porque tiene mejores medios que el otro, pero solo estuvo unas horas allí. Por la noche ya estaba ingresado en la UVI del hospital, con los pulmones muy tocados y los riñones comenzando a fallar... Lo intubaron de inmediato». En poco tiempo entró en fallo multiorgánico y el 1 de abril falleció. «Los médicos nos dijeron que había tardado mucho en ir...».
A pesar de todo, Miriam no es una mujer de reproches; no, al menos, en público. «Lo que más duele, como les ha pasado a tantos otros, es no haber podido ir a verlo, despedirme de él... Nada. El personal sanitario del Josep Trueta, eso sí, fue ejemplar. Cuando por fin conseguimos dar con el teléfono adecuado nos informaban de su estado y me comunicaron el fallecimiento con una delicadeza extraordinaria ... Al menos no sufrió en sus últimas horas».
«Nos han dado las cenizas, pero por el confinamiento no las hemos podido enterrar todavía y están en casa. Será en Sevilla, como él quería, y allí iremos mi hermano y yo a cumplir su deseo». Miriam está muy agradecida por el apoyo de los compañeros de su padre, de la Policía, pero también de otros Cuerpos: «De toda España nos han llegado mensajes e incluso del extranjero... Hasta de Sri Lanka», se ríe por primera vez en la conversación al recordarlo.
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