Coronavirus
Este maldito virus, esta maldita soledad
El Covid-19 impone un aislamiento que ni siquiera termina con la muerte, y que sufren los enfermos, sus familiares y hasta los profesionales sanitarios
Coronavirus, últimas noticias e infectados en España y el mundo, en directo
Así afecta el coronavirus en función de la edad

Hace ya una semana que los abrazos son sueños, igual que los besos o los susurros al oído. Anda la gente con el ojo en el calendario, tachando días, diseñando su particular explosión de amor, de cariño. Son los afortunados, lo tienen: el tiempo, la promesa de que todo esto pasará. Antonio no lo tuvo. Un sábado estaba bailando, con sus noventa y dos añazos, y al siguiente, el siete de marzo, ya estaba ingresado. Falleció el lunes dieciséis, después de un mar de horas encamado, mirando una pared, suplicando que le dejasen ver a sus seres queridos mientras se asfixiaba. En el entierro sus hijos no pudieron abrazarse. Como ellos, muchos otros: enfermos aislados , solos, con miedo; familiares pegados al teléfono, rotos por la distancia, por la pérdida, por la falta de un duelo digno. El coronavirus mata, pero antes deshumaniza e impone su soledad.
Es miércoles, o viernes, y el cielo de Madrid está gris, gris, gris. Con la ciudad vacía, el canto de los pájaros resuena como una orquesta. En la puerta del Hospital de la Princesa reina una calma extraña, irreal: entran y salen trabajadores con su cansancio a cuestas, un par de taxistas confían en pescar algo, la policía vigila las calles. Dentro, donde no se escuchan los trinos, se libra la batalla, pero no hay grandes estruendos. Hay más bien silencios incomodísimos, porque se sabe de dónde vienen: de la angustia, de la preocupación, de la tensión. De los pacientes, de los trabajadores. «Es un silencio sepulcral al llegar al servicio. Yo trabajo en el turno de noche, y no se escucha ni un timbre, no te llaman, no se hablan ni entre ellos. Los vemos lo justo, les preguntamos si tienen miedo, y unos rompen a llorar, te dicen que sí… Otros prefieren ponerse el antifaz o los cascos», relata Vanessa, una de sus enfermeras.
Con los nuevos protocolos ya solo pasan dos veces por turno a ver a los enfermos, y los médicos una. Siempre enfundados en los EPI (equipos de protección individual), que crean un abismo entre ellos. Sus movimientos se ralentizan, sudan, se les empañan las gafas: el estado de alerta se materializa en esos detalles, por más que intenten esconderlo y mostrar tranquilidad, sosiego, control. Por si fuera poco falta espacio y las habitaciones, de dos camas, se comparten como nunca. No se puede evitar: a veces un paciente joven tiene al lado a otro que se acaba de morir. «Puede pasar una hora o más hasta que se lo llevan», asevera Elena, enfermera del mismo hospital. Ella lo resume así: «Es una falta de humanidad increíble, no nos ven ni los ojos. Nada más entrar les pides que se pongan las mascarillas, y que si tienen tos giren la cabeza hacia el lado contrario. Sufren a nivel emocional y físico. Lo último que te queda es morirte con dignidad, y se está perdiendo hasta eso».
Agustín, enfermero intensivista del Gregorio Marañón , lo expresa de manera similar: «Nosotros éramos pioneros en la humanización del paciente, teníamos una unidad de puertas abiertas, porque mejoraba su evolución. Pues bien, esto es lo contrario». Ahora el trabajo le trae recuerdos aciagos: «Ya no puedo ver a mis padres. Aunque vivo cerca, voy al trabajo en coche, porque no quiero coger el autobús. Es una situación de estrés, comparable a la del 11-M. Pero entonces fue algo puntual, y esto se está alargando… No tengo miedo, pero sí respeto».
A unos kilómetros de allí, en la entrada de La Paz, hay algo más de movimiento. Al lado de la cafetería La Pausa, que está cerrada por obligación casi metafórica, un hombre camina entre suspiros. Sube la mirada al cielo, la baja. Deambula. Se llama Daniel, y ha ido allí con su mujer y su hijo, de tres años, que llevaba dos días con fiebre: «Nos habían dicho que nos quedáramos en casa, pero esta mañana se ha puesto peor y al llamar ya nos han mandado venir aquí. Estoy esperando, porque solo puede entrar un acompañante». La soledad ataca en todas las esquinas. La espera se dilata, porque ahí el panorama se repite.
Dentro trabaja Inma, que describe lo mismo que sus compañeras. «Los pacientes se asustan, no saben quién eres con el traje. Están muy mal físicamente, y como son mayores se desorientan. Hasta se quitan las vías… Hay que estar muy pendiente. El aislamiento es muy complicado, muy duro. A mí me da muchísima pena: están solos », lamenta. Lo que peor lleva ella es el riesgo, pensar que se puede infectar, que puede contagiar a su familia, que tendría que dejar de trabajar y ser «una menos»… La vocación era eso.
Antes de que el país se paralizase por la pandemia, cuando aún había trajes para las visitas, Inma vio cómo una hija se despedía de su padre. Fue solo un minuto, ella llevaba el EPI y mantenía los dos metros de seguridad, pero fue algo. Algo: «El hombre lo agradeció muchísimo, se despidieron».
Esos adioses ya no pueden ser hasta nuevo aviso. Las funerarias no pueden hacer velatorios, y los entierros son fríos, distantes: los servicios se contratan por teléfono, y una vez se apaga el cuerpo, se confina en un ataúd que no vuelve a abrirse. Nunca.
La tía abuela de Ricardo, «la tía Nori», de 89 años, murió el día quince. Con los rituales limitados, la falta del consuelo: no poder compartir el dolor. «Es muy duro no tener las veinticuatro horas del velatorio , no juntarse toda la familia a la manera castellana, ni abrazarse ni llorar ni reír juntos. La posposición del duelo hace que la muerte sea menos real», afirma. «Duele más, pero es menos real». No hubo funeral, ni acto, ni misa, a pesar de que ella era católica y le hubiese gustado así. No pudo ser. Ellos mismos tuvieron que sacar el féretro y cargarlo por el cementerio, porque los operarios de la funeraria de Morata de Tajuña estaban en cuarentena. Hoy está cerrada por coronavirus.
«Fue muy raro. Estábamos con guantes y mascarillas, cogidos de la mano, como si invocáramos a algún dios antiguo. Al final tuvimos que tocarnos, porque es imposible no abrazar a alguien cuando se pone a llorar, aunque en el gesto le apartes la cara por el posible contagio… Pero hay un momento en el que te olvidas de eso. Dentro de lo surrealista y loquísimo que fue me quede más tranquilo», cuenta.
El caso de Tomás fue más dramático. Estuvo por última vez con su padre, Casimiro, de 84 años, el pasado día siete. Dos semanas después lo llamaron para informarle de que no volvería a verlo. «En el entierro solo estábamos mi hermano y yo. Íbamos detrás del coche fúnebre. Llegamos al nicho y ya está. Ni flores ni ramos ni nada . Eso ha sido todo para mi padre. Ni siquiera sé si es él el que está ahí metido», clama.
Los hechos hieren. Es como si el mundo, en una pirueta atroz y macabra, se hubiese dado la vuelta: los abrazos ahora son sueños, y las pesadillas realidad. Ya no se siente el calor de la piel, tampoco la paz de las costumbres. Solo este maldito virus, esta maldita soledad.
Noticias relacionadas