Los accidentes, en general, tienen un impacto muy considerable en la salud de las personas de edad avanzada. Y, en este contexto, el desarrollo de las actividades domésticas, como son el aseo diario o el desplazamiento dentro del propio hogar, suelen ser el entorno en el que se producen.
Los más frecuentes en esta franja de población son las intoxicaciones, tanto alimentarias como por un consumo inadecuado de medicamentos, y las caídas.
Tal y como explica el profesor José Manuel Ribera Casado, Académico de Número de la Real Academia Nacional de Medicina, «durante el proceso de envejecer se van sumando cambios en nuestro organismo que favorecen e incrementan el riesgo de sufrir este tipo de accidentes. La pérdida en los órganos de los sentidos, en los músculos, las articulaciones, el sistema nervioso central… van limitando tanto la capacidad de atención como los reflejos de todo tipo. Son cambios perversos que se van produciendo de manera gradual y sobre los que las personas mayores tardan en tomar conciencia».
Así todas estas circunstancias convierten al anciano en víctima ideal para sufrir un accidente. Y en este contexto, las caídas, tanto dentro como fuera de casa, son los más frecuentes, teniendo en cuenta además que el sufrir una aumenta el riesgo de tener otras.
De hecho, se estima que el 90% de las fracturas de cadera, antebrazo y pelvis tienen como antecedente una caída. Por su morbimortalidad y la repercusión funcional que conlleva, la fractura de cadera es la más importante en la población anciana.
Otras consecuencias comunes son las contusiones, las heridas, y los traumatismos craneoencefálicos, costales y abdominales. «En la mayoría de los casos, el anciano se cae como resultado de unos factores intrínsecos, que están relacionados con el propio paciente, de otros derivados del entorno, y de algunos circunstanciales que dependen del tipo de actividad que se esté realizando en ese momento», explica el doctor.
Al impacto físico y económico de las caídas en los mayores hay que sumar el psicológico, ya que el miedo a caerse de nuevo y la pérdida de confianza pueden producir un deterioro funcional que se traduce en una disminución de la marcha, en la limitación para realizar actividades básicas cotidianas y, en definitiva, en una disminución de autonomía que «aumenta la probabilidad de que ese paciente acabe siendo institucionalizado», matiza el experto.