Ni busca los focos ni los focos lo buscan a él. Al menos en el más estricto sentido del faranduleo patrio. Lo que le pide la sangre a Alberto Rodríguez Librero (Sevilla, 1971) es observar lo que le rodea; las calles, las personas, las situaciones cotidianas, lo que se ve y lo que palpita en el ambiente. Se empapa de ello y trata de recrearlo ante su cámara de la manera más fiel posible. La meta que se autoexige en cada trabajo, en ese reflejo de la condición humana en el que basa su lenguaje, es la búsqueda de la autenticidad -grossa parola- en cada secuencia, en cada diálogo, en cada gesto, con el objetivo de trasladar al espectador dentro de la película y hacerle creer que lo que sucede en la pantalla puede estar ocurriendo en la calle donde vive, en el barrio en el que se mueve, en el piso de enfrente...
Esa búsqueda se refleja en obras como 'Siete vírgenes' (2005), su tercera película y su obra más reconocida hasta el momento (en 2000 firmó 'El factor Pilgrim' y, en 2002, 'El traje'). El tortuoso viaje a la madurez de un adolescente problemático -encarnado por Juan José Ballesta- le valió seis nominaciones a los premios Goya, entre ellos el de mejor película, mejor dirección, mejor actor y mejor guion original. Se llevó a casa el de mejor actor revelación -para el actor Jesús Carroza-, además de la Concha de Plata del Festival de San Sebastián, pero sobre todo permitió al gran público descubrir a un miembro destacado de una nueva generación de talentos que se abría paso con una nueva visión sobre las cosas y sobre el propio cine a tener en cuenta. Despuntó también entre la sorprendente hornada de cineastas andaluces formada por Benito Zambrano, Santi Amodeo, Chiqui Carabante o Jesús Ponce. Con Amodeo precisamente dirigió su primer largo, 'El factor Pilgrim', película que pasó desapercibida a pesar del apoyo que logró de una productora madrileña, Tesela. Después llegarían los tiempos en los que, además de las productoras, los canales de televisión y los organismos públicos comenzarían a brindar apoyo a la producción cinematográfica.
Su estilo volvió a brillar cuatro años después en 'After' (2009), un melodrama generacional en el que invirtió el viaje hacia la madurez reflejado en 'Siete vírgenes' para dirigir a tres miembros de la malograda Generación X a una huída hacia la adolescencia. La película, protagonizada por Guillermo Toledo, Tristán Ulloa y una recién descubierta Blanca Romero, destilaba una calidad que sobresalía entre la añada de ese año, aunque de nuevo se movió entre las sombras y no alcanzó a un público masivo, probablemente por carencias en esa varita a veces mágica llamada marketing.
Su confirmación llegó por fin en 2012. Sin mucha pompa pero con resultados en taquilla nada desdeñables se fue abriendo paso su última película, 'Grupo 7', para la que reclutó al impecable Antonio de la Torre -que opta al Goya al mejor actor- y al ídolo de adolescentes Mario Casas. Con un presupuesto de 3,5 millones de euros, la propuesta de Rodríguez Librero recaudó 2,1 millones, la alabanza de la crítica y 15 candidaturas a los premios Goya que incluyen la de mejor película y mejor dirección. Ahí es nada. La película refleja la transformación de la Sevilla previa a la celebración de la Expo 92 en el punto en el que la ciudad pugnaba por mirar cara a cara a Europa con una imagen de modernidad, lograda a marchas forzadas y a costa de tapar las vergüenzas y miserias de unos suburbios donde la droga campa a sus anchas. De la mano de la unidad policial que se encargó del trabajo sucio, Rodríguez pasea al espectador por un pasado reciente recreado de manera cruda y violenta, logrando un retrato certero de los bajos fondos patrios.
Las 15 candidaturas apuntalan la inteligente trayectoria de este cineasta sevillano que, sin embargo, trata de no pensar en los premios. Su mantra es seguir disfrutando de hacer cine incluso con las películas más complicadas, convencido de que rodar con cualquier otro objetivo que no sea el hacer una buena película puede ser contraproducente, porque todo se refleja en la pantalla. Sus fuerzas las sitúa en los rodajes, trabajando mano a mano con los actores noveles en los que suele apoyar gran parte del peso de sus películas y con los que disfruta trabajando casi más que con los actores más experimentados. En su trabajo con los principiantes confía en los ensayos exhaustivos y en tomarse el trabajo como una especie de juego; potenciar la diversión para que no parezca que la película es un trabajo.
También apuesta por proporcionar seguridad a los intérpretes, desmenuzando cada secuencia para orientarles en cada momento sobre el presente, pasado y futuro de sus personajes, parte central de un lenguaje cinematográfico en el que apuesta sobre todo por desnudar la condición humana, más allá de los conflictos sociales que abordan sus películas. Sus personajes logran aproximarse a un público que se siente cerca, reconocido en el otro. Algo que logró con 'Siete vírgentes' de la manera en la que lo hicieron obras como 'El bola' o 'Los lunes al sol'. Aunque hablar de la fórmula mágica es como retener copos de nieve en la mano y la única máxima que el director respeta en su trabajo diario es que ni la proximidad, ni la temática, ni la denuncia o la crítica te garantiza la aceptación del público.