INFANCIA. Los proyectos de desarrollo se destinan especialmente a colectivos desfavorecidos, como niños y mujeres sin recursos.
Jerez

La flor de Mozambique

El ex párroco de San Juan de Dios ejerce actualmente como misionero en uno de los peores suburbios de África, donde además gestiona proyectos de una ONG jerezana

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Munhava es el tercer suburbio más extenso de África, una apretada constelación de chabolas de latón, excrementos, lodo y herrumbre que se extiende tristemente por la periferia de Beira, en Mozambique. Donde no hay barro o verde campa la basura y brilla la destrucción. De noche, los candiles de aceite iluminan poco y mal, y sólo el fragor disperso de las fogatas alumbra la miseria más atroz. Pero, en cuanto amanece, la luz de África disfraza de normalidad una situación de barbarie que amenaza con eternizarse: niños hambrientos, tullidos, mujeres enfermas, todos en medio del tumulto, con el escándalo, la risa, y el grito permanente llenando de un bullicio incansable cada jornada en el barrio.

En ese arrabal africano trabaja desde años una ONG con sede en Jerez de la Frontera y vocación internacional, que procura sustento y formación a miles de habitantes del barrio. Antonio Aguilar, misionero, antiguo párroco de San Juan de Dios, además de a su labor eclesiástica y a sus obligaciones sacerdotales, se dedica allí a gestionar los proyectos de desarrollo que esta organización, Esperanza para Mozambique está llevando a cabo en la zona, gracias a las contribuciones de sus socios y a las subvenciones, limitadas y siempre insuficientes, de diversas instituciones públicas y privadas. Sobre sus hombros recae una triple responsabilidad: la de sacerdote, la de cooperante y la de ser humano. O quizás, en su caso, las tres sean sólo diferentes facetas de la misma.

Este religioso de 40 años, que ejerció de responsable de Inmigración de la Conferencia Episcopal, camina desde primera hora de la mañana por las calles de lodo, esquivando los picos de basura, los charcos de orín, las alambradas rotas. Visita a los enfermos, se informa de los últimos avatares del pueblo, reparte pequeñas dosis de un consuelo medido, responsable, y va tomando nota de las familias cuya situación es ya definitivamente desesperada. Y hace todo eso sumido en una especie de trance autómata, ejerciendo una rutina que a cualquiera, en su situación, le resultaría insoportable.

Entra y sale de las chabolas con una mueca circunspecta, pero nunca parece triste. «Cegarse por la simple compasión o por la rabia no sirve de nada», explica. «Te convierte en un ser inoperante, esclavo de sus emociones, y eso no te permite trabajar». No obstante reconoce que, en una realidad como la suya, «uno nunca debe negar su humanidad, su fragilidad, porque al fin y al cabo lo que nos mueve a ayudar a esta gente es una fuente de amor absoluto, sin más cuestionamientos morales ni de ningún otro tipo».

Muerte y burocracia

En su recorrido diario, Antonio se topa en cada esquina con grupos de chiquillos desharrapados que practican una algarabía festiva, presumiblemente ociosa; niños que son sólo contornos, perfiles recortados contra la mañana, una vaga intuición de personas. Este año la malaria apretó fuerte, y eso se nota en sus anatomías mínimas, en sus miradas amarillas, en su languidez torpe, mal disimulada. Muchos de ellos son huérfanos que sobreviven de la caridad de sus vecinos o de alguna ayuda puntual de familiares lejanos.

Antonio hace cuentas con la cabeza. «Sólo en ayudas de primera necesidad, se nos va el presupuesto, y hay que mantener el centro social, los talleres formativos, la alfabetización de adultos y construir la guardería». Demasiadas carencias, y la ayuda de España llega siempre con cuentagotas, cargada de imposiciones burocráticas y legales que algún tecnócrata ensimismado planteó sin saber muy bien lo que hacía, en un éxtasis de formularios y facturas proforma. «Aquí nos vemos las caras con la muerte todos los días, y allí no paran de poner impedimentos para mandar por pura caridad lo que les sobra». Sobre un montón de basura crecen las flores. Y, con las flores, juega un grupo de niños. «Ése es el futuro del país, el futuro de África, ser capaces de hacer crecer flores sobre la basura, y acabar luego con ella». Para eso trabajan Antonio y la asociación.

El padre Aguilar entiende la relación Norte-Sur como un verdadero atentado contra los principios de la Cristianidad, un genocidio indirecto del que se ha hecho cómplice la clase política occidental. «Antes quedaba el abrigo del desconocimiento, ahora no hay más ley que la desidia interesada, el olvido premeditado y cruel. La Iglesia debería hacer entender a las sociedades desarrolladas que ésta tiene que ser su principal batalla en el nuevo siglo». Discurre y argumenta con la capacidad teórica que le acredita su licenciatura en Sociología.

Lodo y miseria

Antonio continúa caminando por Munhava. Por las callejuelas de barro deambulan desheredados de toda clase y condición, figurines escuálidos que sostienen sobre sus cabezas inmensos atajos de leña, planchas de cinc comidas por el óxido, bidones vacíos. El sendero hacia el sur de Munhava es también el del empobrecimiento paulatino de sus habitantes. Parece mentira, pero dentro de la más absoluta miseria también es posible encontrar clases sociales. El padre se dirige a Munhava matope, el último rincón de la desdicha. En lengua tribal matope significa lodo.

La zona ha sido bautizada de forma tan ilustrativa porque es la primera en inundarse cada vez que llueve con cierta intensidad. Entonces el pavimento de tierra rojiza se torna un lodazal insufrible. Sólo los miserables entre los miserables viven allí.

Antonio entra en una vivienda-tipo del barrio: dos galpones de madera, pintados hace siglos con gruesos brochazos negros, sostienen malamente un techo precario de chapa y canaletas. Dentro, la penumbra encierra un poso evidente de enfermedad. Sobre el pavimento, en un rincón mugriento de la estancia, se arraciman un hombre y una mujer.

Ella parece no poder sostener más el peso de sus brazos. Cabecea de un lado a otro y sonríe. Antonio habla con ellos en voz baja. Intenta infundirles algo de su perplejidad, de su ánimo. Ha ido hasta allí para bautizarlos y casarlos. Están enfermos y, aunque se consideran cristianos, nunca han recibido los Santos Sacramentos. Quieren la paz.

A la salida, el misionero se dirige bajo un sol ya rabioso a la Parroquia de Sao José da Munhava, de la que es responsable. Justo a su lado se levanta el Centro Social que Esperanza para Mozambique ha construido en la zona. Dentro, veinte mujeres reciben clases de costura, mientras una monitora contratada por la Asociación les va explicando nociones básicas sobre higiene personal. La falta de conocimiento y prevención desata constantemente epidemias de cólera y disentería. Pocos hierven el agua. Nadie se lava las manos. «El margen de actuación que tenemos es muy estrecho», explica. «Podemos contar con el arma, siempre importante, de la educación. Pero no podemos pedir a nadie que no beba agua en mal estado si la alternativa es morirse de sed». A lo largo y ancho de Munhava, Esperanza para Mozambique ha vertebrado una red de educadores. En cada zona del barrio, un monitor enseña a leer y a escribir a los más desfavorecidos. La educación formal, en Mozambique, es pura falacia. Aunque teóricamente existe un sistema público de enseñanza, los sueldos precarios obligan a los maestros a cobrar cantidades extra por la matriculación.

Casi nadie puede permitirse esta dispensa, y el resultado es que la masa anónima carece de cualquier recurso intelectual o formativo para acceder al mercado de trabajo. Antonio controla los contenidos, el número de alumnos y, sobre todo, los gastos. La práctica lo ha convertido en un equilibrista del presupuesto. «Dedico casi el mismo tiempo ha hacer cuentas que a rezar», dice, medio en broma medio en serio. «Acabaré siendo un economista experimentado».

Camino del hospital

La ruta diaria acaba en el Centro de Salud, un título rimbombante y exagerado a tenor de lo que encontramos dentro. Bajo los mismos soportales de la entrada la gente se muere en medio de un pavoroso abandono. El camino al hospital se ha convertido en el paso previo obligado a la extremaunción. Nadie tiene dinero para pagar medicamentos. La doctora se limita a diagnosticar.

Acaba el día y, después de la misa, Antonio Aguilar dedica sus resquicios a trabajar con las comunidades cristianas, oír sus requerimientos y aportar soluciones, cuando las encuentra.

La oscuridad parece cernirse sobre todo África, sobre su dolor impune, sobre la pobreza tan exquisitamente olvidada por Occidente. Pero la noche cae igualmente sobre ese otro paraíso paralelo, el de los cocoteros que se arquean hacia la luna, las chozas de hoja trenzada, el azul translúcido del océano, la selva virgen, las piedras vivas, sus voces.