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El regalo de la vida

Pablo Lorenzo, un niño de ocho años que recibió un riñón de su padre hace dos semanas, se recupera en su casa y volverá al colegio en diez días

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Pablo intenta atrapar un mosquito con un cazamariposas. Recorre el salón inmerso en su juego hasta que ve al fotógrafo. «Me hago la foto pero luego lo voy a cazar», dice. En ese momento salta al sofá, se agarra con fuerza del brazo de su padre y regala una inmensa sonrisa a la cámara.

Desde que salió del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla el pasado lunes ha recuperado el color de la piel, el apetito y las ganas de jugar. «Le ponen muchos corticoides al principio y engorda un poquito, además le da mucho apetito y está todo el día comiendo. Pero eso se lo irán bajando poco a poco», explica su padre, José María Lorenzo, enfermero de San Fernando de 47 años.

Pablo tiene sólo 8 y una enfermedad congénita llamada válvula de uretra posterior le produjo insuficiencia renal a partir de su nacimiento. Desde el momento del parto, uno de sus riñones ya estaba totalmente dañado y el otro no realizaba bien su función. Con sólo 18 meses comenzó a someterse a diálisis peritoneal. Es decir, se le introdujo un catéter en el peritoneo y pasaba las noches conectado a una máquina que hacía la función de desechar las toxinas. «Como él era muy chico -explica José María- no lo vivió mucho, si le preguntas no se acuerda».

Pero era sólo una solución temporal. Cuando cumplió tres años, los nefrólogos consideraron que ya tenía peso suficiente para someterse a un trasplante. Y tras cuatro meses en lista de espera, recibió su primer riñón, pero varios episodios de rechazo en pocos meses hicieron que el órgano quedara dañado para siempre.

Un paso decisivo

Después de cinco años, su función renal comenzó a deteriorarse y José María vio la posibilidad de donarle un riñón a su hijo. «Ya me había ofrecido la primera vez, pero los médicos me dijeron que esperara, que tendría otras oportunidades», relata el padre. «En esta ocasión -continúa- hablé con el nefrólogo y le dije que no quería esperar a que se produjera una situación límite».

Pero la opinión de los facultativos del Virgen del Rocío era contraria a la suya y casi tuvo que convencerlos de que era el momento de darle el riñón a Pablo. «Los médicos muchas veces ven las cosas desde el otro lado de la mesa, con mucha frialdad. Pero es que ellos ven al niño una vez al mes y yo lo veo todos los días», recalca José María.

Al ser el único familiar que podía donarle el órgano al niño por compartir su mismo grupo sanguíneo, tuvo que pasar diversas pruebas para garantizar la compatibilidad entre ambos. Asegura que en ningún momento sintió miedo de someterse a la operación, su única preocupación era que los análisis descartaran esa posibilidad. Porque desde que nació Pablo su «válvula de escape» era pensar que cuando fuera necesario podría darle su riñón.

Mínimas cicatrices

Finalmente, la operación se llevó a cabo con éxito el 19 de enero gracias al equipo de cirujanos coordinado por el doctor José Pérez Bernal. La técnica de laparoscopia utilizada para extraer el órgano ha dejado una mínima cicatriz en el abdomen de José María. Apenas tres incisiones que pasan desapercibidas y que le han permitido superar un postoperatorio sin excesivas molestias.

«Dicen algunos médicos que los que donamos un riñón vivimos hasta diez años más. Y no es eso, lo que pasa es que tenemos una esperanza de vida larga porque estamos muy vigilados», argumenta.

Para Pablo su paso por el Hospital no ha sido tan sencillo. Después de la intervención sufrió un problema urológico y tuvo que ser operado de nuevo a los seis días. Sin embargo, su riñón nuevo comenzó a funcionar desde el primer momento. Y se ha recuperado con gran rapidez. El riñón que ha recibido de su padre tiene una gran compatibilidad con él. Si su cuerpo no lo rechaza, le puede durar para toda la vida.

Pero para evitar ese rechazo, natural en el sistema inmunológico, toma una medicación que hace que le bajen las defensas y sea más propenso a padecer infecciones. Hasta dentro de diez días no volverá al colegio. Con el tiempo, su organismo irá tolerando mejor el nuevo riñón y la dosis de fármacos inmunosupresores disminuirá.

El futuro

Pablo ha estado al tanto de lo que le iba ocurriendo en todo momento y ahora tiene que acostumbrarse a sus nuevas cicatrices: «Le he explicado que eso no tiene importancia, que lo esencial es el corazón de las personas y su comportamiento con los demás».

«Yo lo veo muy bien, le ha cambiado mucho el color de piel. Y sobre todo que es feliz, lo veo que está cantando, que se mueve. Y eso para mí es lo importante. Cuando pase el tiempo esto será sólo un recuerdo», afirma el padre, para quien su decisión no es un acto heroico, sino algo «normal». «Yo veía que era lo mejor para él -reconoce- y ya está, tampoco había que darle más vueltas. Hubiera dado lo que fuera, aunque hubiera sido un brazo. Es un riesgo, pero puesto en una balanza, ves que merece la pena».