La Tercera

Pedro Sánchez y su mandíbula de cristal

Cuando se siente ofendido, avergonzado o sencillamente descubierto, hace crujir los molares como una trituradora de metal. Su quijada se transparenta, flaquea por el mentón. En los debates parlamentarios resulta mal encajador, resiste con dificultad los duelos. De ahí sus conflictos con la libertad de información

Julián Quirós

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Pedro Sánchez ya no tiene cerca a Pablo Iglesias e Iván Redondo, sino a un exdiputado llamado Francesc Vallès, pero algo de ambos permanece adherido, cual Rebeca, en las estancias de La Moncloa, y Vallès lo intuye y se aplica. Según un concepto básico de la política, salen cortados por el mismo patrón. Alguien que tuvo la oportunidad de compartir reuniones de trabajo con los tres lo recuerda impresionada: «en realidad sus cabezas funcionan igual, se entendían muy rápido: no les interesan los asuntos sino cómo los asuntos impactan en la gente, las consecuencias; se decían, si hacemos esto aumentará nuestro apoyo en esto otro…».

Sí, hablan el mismo lenguaje, los tres creen que la política es un plató de televisión donde los ciudadanos no existen, sólo ven espectadores; manejan idéntico esquema, de ahí aquel tanteo para articular un Ministerio de la Verdad, hasta que aceptaron que era una de las pocas líneas rojas que hacía levantar las cejas de la autoridad europea. El gurú presidencial apostaba por comprar a los directivos de los medios, con dinero o con influencia, lo de Don Vito («le haré una oferta que no podrá rechazar»).

El líder podemita en cambio es directamente partidario de cerrar los periódicos: «los medios son un arma que sirve para disparar y nada más… la existencia de medios privados supone un ataque a la libertad de expresión». Lo afirmaba alguien a quien las televisiones privadas le dieron voz y fama cuando no era nadie y gracias a eso alcanzó el poder y además se hizo rico. Y para su caso tiene sentido el uso utilitario de la comunicación, porque él se mueve en las lindes distorsionadas del sistema, pero la inmensa mayoría de los profesionales no hemos vivido nada parecido; para empezar toca trabajar muchas más horas de las que Iglesias es capaz de soportar, con suerte ganar lo justito, dormir poco, trasnochar y madrugar mucho en las redacciones o en la calle, no queda tiempo para gastarlo en bares cutres y soltarle a las alumnas de primero con tono de galán de película X: «voy al baño a refrescarme, te espero ahí». Iglesias se ha beneficiado de la liberalidad de la prensa, y ahora se proclama portavoz del periodismo crítico, siguiendo los viejos dogmas totalitarios. Su admirado Lenin cerró todas las cabeceras que no controlaba porque «envenenan y deforman los hechos». Coincidiendo con otro entusiasta colega que presumía de haber encontrado «una nueva objetividad, dando a los periodistas una dependencia honrosa y leal del Estado» (puede localizarse en los diarios de Goebbels).

¿Cuánto queda en el Gobierno sanchista de todo esto? Pues según lo que nos lleva demostrado, bastante. Con respecto a la prensa, podemos concluir que se apaña perfectamente sin Redondo ni Iglesias. Con la particularidad de que aquellos son dos caraduras desahogados y el presidente tiene una mandíbula de cristal: cuando se siente ofendido, avergonzado o sencillamente descubierto, hace crujir los molares como una trituradora de metal. Su quijada se transparenta, flaquea por el mentón. En los debates parlamentarios resulta mal encajador, resiste con dificultad los duelos, las provocaciones. El bruxismo es su talón de Aquiles y en consecuencia pretende cubrirse siempre que puede. De ahí sus conflictos con la libertad de información, pese a tener a favor la mayor parte del espectro televisivo.

Sánchez padece un grave problema de relación con la verdad que contamina todas sus políticas. Nunca antes un presidente del Gobierno llegó a tales alardes con los embustes y la fabricación de trolas, hasta el punto de que Carmen Calvo tuvo que improvisar para su jefe de filas la teoría de las personalidades múltiples, José Luis Moreno y sus muñecos, de tal manera que Sánchez podía hablar indistintamente como presidente del Gobierno, como secretario general del PSOE o como Macario, un particular; con las subdivisiones de ser necesarias: Pedro el jugador del Estudiantes, Pedro el marido de Begoña o Pedro el doctorando con tesis impoluta; cada Sánchez es distinto y bien pueden contradecirse entre ellos conforme al género líquido de los tiempos.

La consecuencia inmediata es que Vallès, el secretario de Estado de Comunicación, tiene encomendado proteger la delicada mandíbula presidencial. En síntesis, que la prensa no pueda poner en evidencia las contradicciones sistemáticas del Gobierno, el continuo cambio de versiones, la alianza con los partidos que se declaran enemigos de España, el escenario probable según Bildu para excarcelar a los presos etarras, la compra de millones de test de antígenos a un precio inflado por encima además del tope impuesto al mercado, la tentación de gestionar con opacidad los fondos europeos, la arbitrariedad de esas partidas con riesgo de que puedan repetirse los derroches del plan E o las corruptelas potenciales por su airosa discrecionalidad, el escándalo Plus Ultra o también el disfrute excesivo de bienes públicos como el Falcon y las residencias oficiales. Todo, en fin, incompatible con las reglas democráticas más elementales. Para eso se precisa la vigilancia de una prensa libre y profesional, pero el Gobierno prefirió esta semana hacer dos listas de medios y discriminar el acceso a la información de los desafectos. Y no es la primera vez. Durante la pandemia, la prensa dejó de controlar al poder, su función natural; se produjo una obstrucción, un bloqueo activo, reinstaurando la censura previa en las ruedas de prensa, manipulando las preguntas, decretando como reservado lo más sensible de la política sanchista.

Al presidente le sobran comprensivos aliados mediáticos que justifican estas maneras impropias, en virtud del contexto, la polarización, la fragmentación parlamentaria, ya sabes, pero Ortega aclaró en su día que «en la vida no deciden las circunstancias, decide nuestro carácter». Sánchez podría conducirse y gobernar de otra forma, pero entonces no sería Sánchez.

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