LA TERCERA
Futuro para las ciudades españolas
«Nos encontramos ante la tormenta perfecta de la descapitalización monumental, simbólica, cultural y social de nuestras metrópolis, abocadas a la fragmentación espacial y social. ¿Existen alternativas?»
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Según las estadísticas, más de la mitad de los 7.600 millones de habitantes de la tierra (la cifra llegará a dos tercios en 2030) viven en ciudades. Sin embargo, el debate sobre su naturaleza se hace difuso. ¿Dónde empieza y termina la ciudad? ¿Qué significa ser vecino, ciudadano, ocupante, turista, urbanita o transeúnte? La realidad global esconde situaciones irreconciliables. Mientras en Europa existen eficientes conurbaciones (urbes de diferente densidad unidas entre sí por vías de transporte de alta capacidad), en la India hay personas que necesitan seis horas diarias para ir de su casa al trabajo y volver. Cada vez más la globalización camina de la mano de la metropolización. Las ciudades acumulan población, se transforman en metrópolis y pierden el nivel óptimo gestionable, que viene determinado por su complejidad. Hasta cien mil, hasta medio millón y hasta un millón de personas, existen modelos urbanos bien organizados, escalables. Sin embargo, ¿cómo se gestionan Tokio, México, Sao Paulo o Beijing, con más de treinta millones de personas en su área metropolitana? En contraste con este apogeo urbano global, la actual crisis demográfica española se manifiesta sobre todo en el despoblamiento acelerado de las áreas rurales. Al margen del cambiante saldo migratorio, somos cada vez menos y más viejos, reunidos en núcleos urbanos de tamaño mediano o pequeño. El debate sobre nuestras ciudades resulta clave para comprender el impacto de la globalización y gestionarla a nuestro favor. Produce de manera simultánea convergencia y divergencia, integración y ruptura. Quizás, como señaló un alcalde de Filadelfia en los años sesenta del siglo XX, ante graves problemas de orden público, «desde ahora las fronteras de los Estados pasan a estar en el interior de las ciudades».
No es una casualidad que los populismos comiencen su desarrollo clientelar a partir de estrategias de fomento del resentimiento y del miedo para lograr el control social de barrios y municipios. Los efectos paradójicos y catastróficos que producen se vinculan a teorías políticas extremistas. Una de ellas, en nombre del anticapitalismo, acentúa cuanto puede el decrecimiento de las economías urbanas y destruye la prosperidad de las sociedades abiertas. La trama tradicional de las relaciones sociales de las ciudades, basada en el intercambio de bienes y servicios, se ve dificultada por la imposición totalitaria de un modelo preindustrial, romántico y peligroso. No es una casualidad que la construcción en áreas centrales de las urbes españolas de tranvías carísimos o carriles para bicicletas que apenas se usan, se presente como signo de progreso. Sin duda estos formidables inventos antiguos, la bicicleta a pedales data de 1839 y el tranvía eléctrico de 1879, ofrecen en ciertas ecologías, urbes planas de menos de medio millón de habitantes, o aldeas-campus universitarios que no llegan a veinte mil, excelentes posibilidades, como el gran antropólogo francés Marc Augé señaló en su nostálgico «Elogio de la bicicleta». Pero en las grandes capitales españolas lo que produce el reciente progresismo municipal de manera acelerada, en tranvía, a dos ruedas o a pie, es la señorialización o «gentrificación» de los centros urbanos. La perspectiva de algunas autoridades municipales parece más de 1850 que de 2050. La aplicación deliberada -aquí no existen casualidades- por parte de gestores más cercanos a Marx que a Steve Jobs, de herramientas de decrecimiento económico, ha acentuado el vaciamiento y empobrecimiento de centros urbanos tradicionales. Su base teórica es sencilla. Para impedir la producción de «peligrosa» plusvalía capitalista, dificultan la movilidad privada y pública, sacan los vehículos de las almendras urbanas, teatralizan los barrios centrales, convertidos en recintos de espectáculos permanentes, o disuaden a empresarios y emprendedores de radicarse allí. En vez de aparecer políticas selectivas que favorezcan la calidad de vida de los habitantes de los centros urbanos, los últimos quince años se han caracterizado en España por el arboricidio y la pérdida masiva de refrescante vegetación; la impunidad de productores de ruidos a todas horas y de grafiteros que en ocasiones pertenecen a bandas delincuenciales dedicadas al microtráfico de drogas y marcan así «su» territorio; el exterminio del vital pequeño comercio; la ocupación de espacio público con eventos que duran semanas; o la degradación del medio ambiente por la suciedad y falta de mantenimiento. La siguiente etapa de entrega de los núcleos urbanos a la desregulación total vendrá con el cierre de sectores centrales al tráfico rodado. Es tan reaccionario que no resulta ni siquiera decimonónico.
En el siglo XIX se derribaban murallas y fortificaciones, para que hubiera «libertad de movimiento». Estas dos palabras parecen producir pavor a algunos de nuestros ediles. Están apareciendo ghettos donde no los había, pues se crean de modo deliberado condiciones para que existan. El factor de la seguridad urbana resulta crucial, pues la pérdida de confianza de vecinos, familias y empresas en los últimos años resulta dramática, debido a la presencia de okupas, manteros y narcopisos. Nos encontramos ante la tormenta perfecta de la descapitalización monumental, simbólica, cultural y social de nuestras metrópolis más importantes, abocadas a la fragmentación espacial y social. ¿Existen alternativas? Por supuesto, si atendemos a los asuntos y posibilidades de nuestro tiempo.
Desde 2015 existe en España un excelente y bien pensado plan nacional de ciudades inteligentes, que propone niveles de macro y microgestión urbana probados en otras latitudes, en aspectos como limpieza, cuidado, seguridad, sanidad o educación. La hiperconectividad digital, con una previsión de 50.000 millones de dispositivos en red para 2020, expresa la nueva realidad urbana global. En esta presunción, los procesos urbanos «inteligentes» encubrirán con frecuencia secuencias de robotización, que son inevitables en las «superciudades» globales del futuro. En modo alguno serán suficientes. El factor humano individual y comunitario, o la calidad institucional, pueden determinar la inteligencia urbana. Habrá avances y retrocesos. No todo el paquete de estrategias y tecnologías inteligentes tiene sentido, pues invaden, como ocurre en algunas ciudades-estado de Asia, la privacidad e intimidad de sus vecinos. La ciudad inteligente se debe configurar como un escenario de posibilidades bien anclado en los usos y costumbres de las comunidades urbanas preexistentes. La dispersión habitacional española, con 8.124 municipios, de los cuales el 84% no superan 15.000 habitantes, favorece cualquier iniciativa de conectividad. El 96% de la población se ha concentrado en la mitad del territorio y la estacionalidad que afecta al turismo no se puede ignorar. Tenemos casi el doble de visitantes que habitantes. Es posible reunir, con respeto a las reglas y sentido común, lo mejor del pasado y lo mejor del futuro. España es referente en indicadores de numerosas tecnologías. La tasa de penetración de internet es superior a la media de Europa; el 81% de los teléfonos móviles son inteligentes. El acceso multiplataforma a servicios está ocho puntos porcentuales por encima de Estados Unidos y el uso de televisión avanzada es mayor que el de Alemania o Reino Unido. Santander alberga un destacado centro de investigación. Málaga es pionera en movilidad eléctrica y en Palma de Mallorca existen iniciativas de gestión de turismo masivo y cruceros de impecable trayectoria. No debería ser tan difícil que el desarrollo de la inteligencia tecnológica se vinculara con la bimilenaria tradición de excelencia urbana española. La condición para lograrlo es la permanencia del Estado de Derecho.
Manuel Lucena Giraldo es miembro de la Real Academia de la Historia
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