Ignacio Camacho

Autoridad democrática

La autoridad democrática es el sostén legítimo del Estado de Derecho. Y se ejerce con mesura pero sin remordimientos

Ignacio Camacho

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Un día de estos, y su pesar, el Gobierno va a tener que comparecer en Cataluña . El tiempo se acorta y los soberanistas cumplen al pie de la letra su plan de independencia a plazos; la única deslealtad de la que no se les puede acusar es la de no haberlo anunciado. El recurso al poder judicial está a punto de agotar su viabilidad ante la evidencia también advertida de un abierto desacato. Y en todos los ordenamientos jurídicos del planeta –incluso en el de la fantasmal república catalana– está previsto que en caso de desobediencia a los tribunales entre en acción la facultad coercitiva del Estado.

La autoridad democrática es el sostén político del Estado de Derecho. Hay que ejercerla midiendo su proporcionalidad, sin precipitación ni exceso. Pero también con una legitimidad exenta de complejos. El desafío independentista reúne ya todos los requisitos exigidos, y hasta alguno más, para una respuesta sin remordimientos: es un golpe contra el orden constitucional y estatutario perpetrado por quienes juraron defenderlo. Y ha llegado a un punto tal que el Gobierno no puede pecar de imprudencia o de temeridad sino de poquedad y encogimiento.

Si Rajoy pretende cargarse de razones le restan muy pocas más que acumular; sería un error imperdonable que su paciencia tropezase esta vez en un mal cálculo de los tiempos. La idea de acolchar las bravatas del soberanismo ha evitado conflictos innecesarios pero empieza a acabarse la hora de los miramientos. Muchos españoles de dentro y de fuera de Cataluña tienen la sensación diáfana de que la provocación ha ido esta vez demasiado lejos. En el plano político, que también es el de la comunicación y el de los gestos, el presidente ha de asumir un liderazgo claro ante la nación y disipar la inquietud ciudadana con algo más que casuismos leguleyos.

Es cierto que los secesionistas tratan de forzar la coacción física, el impedimento por la fuerza de sus planes de ruptura, y que la responsabilidad de un dirigente consiste en no brindarse mientras sea posible a ese juego. Está llegando sin embargo el momento en que el Estado debe implementar de forma transparente y abierta los recursos legales necesarios para sobreponerse a su desmantelamiento. En la sociedad de la comunicación no basta con conocer que esos recursos existen; es menester que la opinión pública sepa que hay voluntad política y margen temporal para aplicarlos sin titubeos.

Este pulso desquiciado sólo puede tener un vencedor, y se llama España. La España que espera indecisa, confundida y cansada. La España que contempla perpleja cómo sus representantes institucionales soportan en silencio un aluvión de desplantes, chulerías y amenazas. La España que confía en una solución que no la deje, como casi siempre, un poco más débil, desestructurada y lánguida. Esa España que no se resigna a que le digan, viendo lo que, que no pasa nada.

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