Probablemente no haya otro país, al margen de Estados Unidos y Reino Unido, que haya nutrido en los últimos años de tantas estrellas a Hollywood como Australia. Situado a más de 13.000 kilómetros de la 'meca de los sueños', este territorio perteneciente a la Commonwealth se ha convertido en un auténtico vivero de talento artístico. Hugh Jackman, Heath Ledger, Mel Gibson, Eric Bana... Incluso a Russell Crowe podríamos meterlo en el saco, si tenemos en cuenta que el neozelandés se crió profesionalmente en la nación vecina. Y hasta Nicole Kidman, quien pese a haber nacido en Hawái, creció en Sídney, donde su padre daba clases en una universidad. Pero si para la protagonista de 'Embrujada' (Nora Ephron, 2005) el oropel y los focos resultan una muy querida segunda piel, otra de las figuras que lucen la nacionalidad 'aussie' en su pasaporte los acepta a regañadientes como un mal necesario. Cate Blanchett lleva varios años instalada en la cúspide, pero ella, de carácter reservado, se siente más cómoda pisando las tablas que desfilando sobre la alfombra roja.
Puede que sea la herencia de una infancia difícil, marcada por el temprano fallecimiento de su padre que la convirtió en una niña callada, o la agudeza de quien sabe que los días de gloria pueden tornarse en años de desencanto a la velocidad del rayo. En cualquier caso, Cate Blanchett constituye una 'rara avis' dentro del sistema, pese a su aura de estrella del cine clásico en la más pura línea de Katharine Hepburn, precisamente la mujer en la que se mimetizó en 'El aviador' (Martin Scorsese, 2004), la película que le deparó su primer y hasta ahora único Oscar. Claro que la 'zarina' tampoco era una fémina que se amoldase a las convenciones.
Hija de una empresaria y profesora y de un alto ejecutivo publicitario, Blanchett llegó al mundo de la interpretación casi sin buscarlo. Fue durante un viaje a Egipto cuando le propusieron participar como extra en una película que se rodaba en el país de los faraones. Había cursado estudios de Economía y Bellas Artes en Melbourne, pero seguía sin tener claro a qué quería consagrar su vida. Cavilosa, la experiencia surtió sobre ella, sin embargo, un hechizo inmediato. La joven había encontrado su horizonte. Ya nunca más se alejaría del campo de la interpretación.
Amante de los retos
Se inscribió en el Instituto Nacional de Arte Dramático de Sídney, graduándose en 1992. La 'Electra' de Sófocles le proporcionó su primera ovación sobre los escenarios. Representaría otros clásicos de la literatura universal, como el 'Hamlet' de William Shakespeare, y se pondría al servicio de uno de los directores más respetados tanto del teatro como del cine, David Mamet, en 'Oleanna'. El salto al celuloide era solo cuestión de tiempo. Series de televisión y largometrajes fueron haciendo del suyo un rostro habitual de las pantallas australianas. Pero fue con 'Camino al paraíso' (Bruce Beresford, 1997) cuando selló su billete a Hollywood. A partir de ese momento, el suyo sería un constante viaje de ida y vuelta.
Ese mismo año protagonizó 'Óscar y Lucinda', un filme de Gillian Armstrong que hizo que Shekhar Kapur se quedase prendado de ella. Dura y vulnerable a la vez, la composición que Blanchett hizo del personaje de la novela de Peter Carey constituyó el germen de otra interpretación redonda y de mucha mayor entidad, la que firmó en 'Elizabeth', la aproximación del realizador indio a la figura de la hija de Enrique VIII y Ana Bolena. Como Isabel I, soberana en un mundo regido por hombres, la australiana hubo de aprender a caminar sobre arenas movedizas. La nominación al Oscar atestiguaba el inicio de su ascenso al trono, por mucho que la corona se la pusiese ese año Gwyneth Paltrow con 'Shakespeare in love'.
Enemiga del encasillamiento, la australiana siempre ha concebido su profesión como un reto constante. Por ello no ha dudado en conjugar proyectos con el marchamo de películas de autor como 'Charlotte Gray' (Gilliam Armstrong, 2002) con películas de género -'El talento de Mr. Ripley' (Anthony Minghella, 1999)- y superproducciones como la trilogía de 'El señor de los Anillos', donde firmó sus interpretaciones más etéreas como Galadriel. Prueba irrefutable de que nada arredra a esta mujer de indómito carácter fue su disposición a calzarse los zapatos de la única actriz que ha logrado cuatro Oscar. Scorsese apostó por ella para su biopic de Howard Hughes y Blanchett bordó el papel de Katharine Hepburn, una labor que le valió la recompensa de la estatuilla dorada en el apartado de mejor actriz secundaria.
Desde entonces, Cate Blanchett ha robado el corazón de los más reputados galanes de Hollywood. Interpretó a la esposa herida de Brad Pitt en 'Babel' (Alejandro González Iñárritu, 2006) y a la amante de George Clooney en ese homenaje a 'Casablanca' injustamente minusvalorado que fue 'El buen alemán' (Steven Soderbergh, 2006). Tampoco rehusó ser una de las caras de Bob Dylan en 'I'm not there', la película en la que Todd Haynes repasaba la evolución del 'bardo de Duluth' y su influencia en la cultura de la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI, rol que le valió la Copa Volpi en la Mostra de Venecia y su cuarta candidatura al Oscar -la quinta le llegaría ese mismo año por 'Elizabeth: la edad de oro'-. Y mucho menos declinó la bicoca de 'Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal' (Steven Spielberg, 2008).
Casada desde 1997 con el dramaturgo Andrew Upton, con quien tiene tres hijos, esta mujer hogareña vive en Australia -ni se le ha pasado por la cabeza afincarse en Hollywood-, donde regenta junto a su marido una de las compañías teatrales más importantes del país. Allí podría volver con un segundo Oscar merced a su interpretación de una mujer cuya acomodada vida se desmorona en un abrir y cerrar de ojos en 'Blue Jasmine'. De lograrlo, sería la segunda fémina a la que Woody Allen conduce al Oscar a la mejor actriz, tras hacer lo propio con Diane Keaton en 'Annie Hall'. Aunque no parece probable que una nueva estatuilla altere su brújula. Como señalaba en una reciente entrevista, en el ecosistema en el que creció no se toleraban las grandezas. Y ella nunca osaría echarse en sus redes.