Ficha técnica
En el furgón de cola de esta feroz elegía hedonista que amontona los hits de una video playlist autodiscursiva acelerada por el montaje de Thelma Schoonmaker, Scorsese exhibe su proverbial maestría para el sampler con el inserto de un plano picado que invoca el poder del 'Ciudadano Kane' en un instante en el que la comedia hiperbólica se transfigura en estudio dramático. Lo que a primera vista puede parecer un guiño (para regocijo del espectador cinéfilo abundan las referencias a clásicos como los 'Freaks' de Tod Browning) la secuencia culmina con una exaltación cinemática en plano fijo que madura el baile de repulsión atracción entre las tradiciones de Welles y Godard ('Al final de la escapada').
Una vez más, la portentosa erudición de Scorsese -albacea de un testamento cinematográfico que incluye a maestros del calibre de Byron Haskin y Tay Garnett- recorre los 180 minutos de una película en la que la cámara imita los movimientos del famoso tracking shot del Copacabana para colarse en la planta noble de una agencia de valores donde un carismático tiburón financiero oficia de maestro de ceremonias de una compulsiva orgía de los mercados. Fascinante. Hasta tal punto que su acto de presentación podría leerse en clave de revisión apócrifa de un Gatsby decadente y politoxicómano. En cierta forma, la admiración hacia el personaje interpretado por Leonardo Di Caprio es autoinculpatoria. Scorsese no deja de vitorear con cinismo la voracidad de los mercados, mientras el espectador jalea sus "que te jodan América" soñando con la posibilidad de formar parte de un burdel de especuladores en el que solo unos pocos ganan. El mensaje de 'El lobo de Wall Street' no puede ser más obvio -y Matthew McConaughey lo subraya con un 'one man show' de minuto y medio que pasará a los anales de la Historia-, pero cuando todo termina es difícil asumir que volveremos a ser los don nadies que engrasan el engranaje capitalista con la sangre de la clase trabajadora.