Tiene ante sí la posibilidad de hacer algo inédito en la historia: convertirse en el primer intérprete que logra tres Oscar al mejor actor. Lo que ni dioses del séptimo arte como Marlon Brando, Spencer Tracy o Laurence Olivier pudieron conseguir está a tiro de piedra para Daniel Day-Lewis, el británico que ha puesto rostro a algunos de los más destacados integrantes de la mitología americana como el Ojo de Halcón de ‘El último mohicano’ (Michael Mann, 1992), el despiadado magnate del petróleo Daniel Plainview de ‘Pozos de ambición’ (Paul Thomas Anderson, 2007) o el que quizás sea el mayor de todos ellos, el estoico presidente que abolió la esclavitud y condujo al país durante su periodo más turbulento en ‘Lincoln’ (Steven Spielberg, 2012).
Es esta última cinta la que le ha colocado a las puertas de la gloria con su quinta candidatura. Haciendo honor a la fama de meticulosidad rayana en la obsesión que le persigue desde que comenzase a abrirse paso entre los grandes nombres de la industria, Daniel Day-Lewis se mimetiza en el ‘honesto Abe’ en una película cuya trama se centra en los últimos meses de la vida del decimosexto mandatario de Estados Unidos, quien se ve obligado a enfrentarse incluso a los miembros de su gabinete en su afán por construir una unión más perfecta mientras la Guerra de Secesión da sus últimos coletazos. Un nuevo ‘tour de force’ de los que nos tiene acostumbrados este inglés de nacimiento e irlandés de adopción que ha vuelto a provocar que los críticos se postren de rodillas ante su genio interpretativo.
Enfrentarse con tamaño titán arredraría a cualquiera. Lejos de ser inmune al peso con que le cargaba Spielberg, Day-Lewis sintió miedo de la empresa que se disponía a acometer. Para vencerlo se obligó, una vez más, a convivir con su personaje desde meses antes de colocarse sus vestimentas. Pensó y sintió como Lincoln mucho antes de ponerse frente a las cámaras, y cuando estas se encendieron, no era un actor el que tenían delante sino un presidente dispuesto a soportar sobre sus fornidos hombros a todo un país que se desangraba a causa de su pecado más vil. Nada raro para él, acostumbrado a transmutarse en los personajes a los que da vida hasta el punto de diluirse en ellos antes, durante y después del rodaje de turno.
Meticulosidad legendaria
Su meticulosidad es legendaria y sobre ella han corrido ríos de tinta, con las consiguientes dosis de exageración. Pero cierto es que pocos rivalizan con él en cuanto al mimo con que cuida a sus personajes. Así ocurre desde que este vástago del poeta Cecil Day-Lewis y la actriz de teatro Jill Balcon comenzó a concitar los ojos de la industria sobre su persona con su interpretación de un punky homófobo en ‘Mi hermosa lavandería’ (Stephen Frears, 1985) y de un dandy británico en ‘Una habitación con vistas’ (James Ivory, 1985). Pero, sobre todo, desde que enmudeció a público y crítica con ‘Mi pie izquierdo’ (Jim Sheridan, 1989), filme basado en la historia de un hombre que venció sus graves limitaciones físicas para acabar convirtiéndose en un artista dotado de una sensibilidad muy especial. Day-Lewis logró su primer Oscar merced a un papel en cuya preparación se vació. Dentro y fuera del plató convivió con una silla de ruedas. Igual que no se separó de su rifle mientras trabajaba en ‘El último mohicano’ o se sometió a maltratos mientras se llevaba a cabo la producción de ‘En el nombre del padre’ (Jim Sheridan, 1993). Para ‘Pozos de ambición’ no dudó en cavar profundos hoyos en el jardín de su casa en Irlanda y para ‘Lincoln’ leyó cuanto pudo sobre el mandatario más reverenciado por los estadounidenses y no abandonó su característico sombrero de copa.
Desembarazarse de los personajes es para él una empresa más ardua que meterse en ellos. Por esa razón, este actor que halló en la actuación un refugio ante el ambiente sombrío del internado de Kent en el que le metió su padre para alejarle de las malas compañías que frecuentaba no duda en espaciar sus trabajos y huir de las cámaras cuando su conciencia así se lo dicta en busca de nuevas vías de escape como la carpintería, una de las grandes pasiones de quien madurase devorando películas de Marlon Brando y Robert De Niro e imitando los gestos de Clint Eastwood.
Casado desde 1996 con Rebecca Miller, hija del dramaturgo Arthur Miller, y padre de tres niños, Daniel Day-Lewis mantuvo en el pasado romances con actrices como Julia Roberts, Winona Ryder o Isabelle Adjani, con la que se cuenta que rompió por fax. Ha firmado un puñado de actuaciones impecables, pero también ha rechazado multitud de jugosos papeles como el del abogado enfermo de sida de ‘Philadelphia’ (Jonathan Demme, 1993) que le valió su primer Oscar a Tom Hanks, o el Aragorn de ‘El Señor de los Anillos’ que acabó recayendo en Viggo Mortensen. Tiene fama de ermitaño y soporta a duras penas las campañas promocionales, por lo que hubiese sido un pésimo político. Afortunadamente consagró su vida al cine, campo en el que nadie osa discutir sus dotes, las cuales le han llevado a imprimir su nombre al lado de los más grandes. A partir del 24 de febrero este ya figurará en una línea aparte de lograr su tercer Oscar.